A partir de ahora

Estamos ya, plenamente, en la dimensión desconocida. Una dimensión en la que nadie puede prever, a ciencia cierta, qué sucederá y qué no, a lo largo de las próximas semanas y meses. Finalmente, después de 26 días de incertidumbre, una gestión por lo menos desconcertante de la situación y una navegación con demasiados golpes de timón repentinos, en plena ruta, el Parlamento ha proclamado la independencia, gesto histórico que merece nuestro reconocimiento más sincero y gozoso. Hay que felicitar a, pues, al presidente, a los integrantes del gobierno que han estado a su lado hasta el final y a los miembros de la cámara catalana que lo han hecho posible. Han cumplido la palabra dada y una mayoría democrática y legítima ha aprobado la creación de la República Catalana. Han sido valientes y decididos, sabiendo a qué se exponían, y por ello merecen nuestra gratitud. Han culminado un proceso por el que tanta gente y tantas generaciones habían luchado, a lo largo de la historia, a pesar de que muchos de estos luchadores, anónimos o no, padecieron por parte de otros compatriotas el menosprecio y la ridiculización por sus posiciones independentistas y, quizás, ahora no lo han podido ver. Todo va bien, pues, si acaba bien.

Pero la declaración clara e inequívoca de la independencia no nos convierte en independientes. Ahora viene la parte más difícil, porque estamos tan sólo al inicio de un camino que, lo digo convencido, ya no tiene vuelta atrás posible. Hay demasiados interrogantes para responder y situaciones nuevas, a las que nunca nos habíamos enfrentado antes y tendremos que encontrar las formas más inteligentes de ir sorteándolas. No se trata, sólo, de ir dando cuerpo y solidez a la nueva República, de cara adentro, sino también de buscar complicidades en el exterior que, en un plazo razonable, puedan desembocar en los primeros reconocimientos internacionales que, generalmente, nunca no llegan de manera inmediata. Y menos en una situación como la actual, de cohabitación de dos legalidades, en un mismo territorio: la de la República Catalana y la del Reino de España. Ya vemos como los partidos que hacen posible la continuidad del régimen de la transición, el Frente Nacional (PP, PSOE, C’s) priorizan la integridad territorial del Estado español tal y como la hemos conocido hasta el viernes, situando el concepto localista de unidad de España, como valor supremo, por encima de la noción universal de democracia. Y que, todos juntos, están dispuestos a hacer lo necesario para mantenerlo.

De hecho, el más antiguo de estos partidos, ya tiene una cierta tradición de colaboración golpista, desde la Dictadura de Primo de Rivera, pasando por 1934 y la huida al exilio de Indalecio Prieto, el mismo que, durante el franquismo, firmó con Juan de Borbón un pacto para la restauración de la monarquía, hasta llegar a la nunca suficientemente explicada implicación socialista en la Tejerada del 23 de febrero de 1981. Sin la implicación total y absoluta del PSOE, la ofensiva actual de España contra Cataluña y el desmantelamiento de sus instituciones, en una versión contemporánea del Decreto de Nueva Planta, no habría sido posible. Pedro Sánchez, pues, se ha pasado por el arco triunfal el sonoro ruego de Miquel Iceta (“¡Pedro, líbranos del PP!”), Para hacer, justamente, todo lo contrario: ponerse a sus órdenes y legitimar su política represiva. La unidad de España ha pasado por encima de la democracia y por encima de Cataluña. Los pocos o muchos votantes catalanistas que todavía le puedan quedar al PSC ya saben, pues, qué uso se hace de sus votos.

Ahora todavía es demasiado temprano para predecir qué autoridad acabará haciéndose cargo, realmente, de la gobernanza cotidiana en Cataluña y en qué términos. Y también qué actitud habrá con respecto a las anunciadas elecciones del 21 de diciembre: ¿concurrirán las fuerzas independentistas? ¿Con cuantas listas electorales lo harán? ¿Con qué candidatos a presidente encabezando la candidatura? ¿Habrá algún partido ilegalizado por el Frente Nacional? ¿Hay que concurrir, ganar claramente y legitimar así, ante el mundo, la proclamación adoptada el 27 de octubre? ¿O bien hay boicotearlas, desde la conciencia de que, en este caso, todo el Parlamento será contrario a la independencia proclamada? Espero y deseo que nuestros dirigentes políticos tendrán el acierto de adoptar la mejor de las decisiones, sabiendo que, a partir de ahora, Los ritmos se aceleran y las cosas cambian de un momento a otro, sobre todo si la economía española y europea se resienten y se produce algún tipo de movimiento internacional más favorable a Cataluña, aunque no sea, todavía, en forma de reconocimiento del nuevo Estado.

Mientras tanto, de España no llega nada nuevo, sino lo que ha llegado siempre a lo largo de la historia: violencia y arrogancia. Todos los hechos de violencia que se han visto en Cataluña en los últimos días, meses y años, todos sin excepción, han sido protagonizados por las fuerzas policiales españolas uniformadas, actuando contra una población indefensa y pacífica de todas las edades, con una brutalidad nunca vista, llena de odio étnico contra los catalanes; por policías españoles de paisano, borrachos e incultos, incapaces de distinguir entre la lengua catalana y la italiana, pensando que son los dueños de este país y que pueden hacer lo que quieran, o bien por civiles con banderas españolas intentando asaltar un medio de comunicación público como Catalunya Ràdio, destrozando equipamientos de BTV o entrando agresivamente al CIC de Barcelona, ​​centro de enseñanza que acogía en aquellos momentos a niños y adolescentes, todos menores de edad, que huían despavoridos, como los heridos agredidos en el paseo de Gracia. Digámoslo claro: la violencia, en Cataluña, únicamente alza una sola bandera, la española, y se hace en nombre de un solo país, España. Junto a la violencia física, sin embargo, está también la violencia institucional que ahora empezamos a sufrir, con una legalidad pensada sólo para garantizar no la democracia, sino la unidad de España.

La violencia expresa la ausencia total de argumentos para convencer y, al mismo tiempo, el miedo ante los argumentos de los demás. Y, finalmente, la arrogancia, esa chulería característica de la “hidalguía castellana” que hace siglos que no gana ninguna guerra y que siempre llega tarde a todas las citas de la historia. Con violencia y arrogancia no se convence a ningún pueblo, no se atrae a ninguna nación, no se seduce a ningún país, para que abandone la idea de libertad y quiera continuar en un Estado del que sólo recibe desprecio, saqueo económico y palos. Es por ello, precisamente, que vamos a ganar. Porque ya no les tenemos miedo y no les reconocemos ninguna autoridad moral, por más que todavía controlen el poder militar, judicial, administrativo y diplomático. No sabemos cuándo será, pero la desconexión definitiva ya la tenemos muy cerca, si no erramos el camino que tenemos que recorrer, un solo camino y no setenta, asumido por todos los que quieren a este país libre y soberano. ¡Bienvenida, pues, República Catalana!

EL MÓN