Origen y futuro de la libertad

¿Libertad para hacer qué? ¿Para alienarnos trabajando y comprando? ¿Para enriquecernos? ¿Para evadirnos en nuestra subjetiva privacidad? ¿Para comprometernos colectivamente? En el ensayo ‘Estrés y libertad’, publicado por Arcadia y traducido por Raül Garrigasait, Peter Sloterdijk trabaja “para que la palabra liberalismo, que ahora, desgraciadamente, designa más bien una vida en la galera de la codicia, vuelva a ser sinónimo de generosidad”, y para que la palabra liberalidad vuelva a ser “un signo de la simpatía por todo lo que emancipa a los hombres de despotismos de cualquier tipo”. El filósofo alemán cree que los dos conceptos son demasiado importantes para dejarlos en manos de los liberales.

Sloterdijk nos advierte que “a menudo se ha buscado la libertad en lugares donde es imposible encontrarla: en la voluntad, en el acto de elegir o en el cerebro, y se ha pasado por alto su origen en la actitud noble, en la fuerza ascensional, en la generosidad”. De hecho, asegura que “libertad es sólo otra palabra para decir nobleza”. Y concluye: “Si alguna vez se hubiera de producir una regeneración intelectual del liberalismo político, debería partir del hecho de que los hombres no son sólo seres posesivos, ávidos, ansiosos y necesitados que exigen vía libre para calmar su sensación de carencia y su hambre de poder. También llevan en sí mismos el potencial de un comportamiento pródigo, generoso y soberano”.

Pero antes de llegar a la idea del individuo libre comprometido con la comunidad, Sloterdijk busca el origen de la relación entre las ideas de libertad y de comunidad política. Los “macrocuerpos políticos” que “llamábamos pueblos y hoy, en razón de una dudosa convención semántica, denominamos sociedades” surgen, según él, como campos de fuerzas integrados por el estrés: “Una nación es una colectividad que consigue conservar en común la ausencia de calma”, es decir, que integra a su gente en una comunidad de preocupaciones y excitaciones que se generan día a día. Visto así, Cataluña es una nación perfecta, perfectamente estresada. Es el estrés de la revuelta lo que hace la nación. Parafraseando a Ernest Renant, “la nación es un plebiscito diario, pero no sobre la Constitución, sino sobre la prioridad de sus preocupaciones”, dice Sloterdijk. La primigenia libertad republicana griega y romana es sinónimo de indignación colectiva.

Pero cuando en el siglo XVIII surge el individuo moderno, subjetivo, autónomo, cuando Rousseau experimenta su ensoñación, su deriva interior recostado y suelto en una barca en medio de un lago suizo, entonces hay que repensar la idea de libertad, y por tanto de comunidad. Rousseau se desestresa, se aleja de la sociedad, de las preocupaciones colectivas. Se desencadena: “El hombre ha nacido libre, y en todas partes lleva cadenas”, había escrito. Anticipa el romanticismo. Pero a la vez también formula, al final de su vida, el concepto de “voluntad general” que abre el camino a intercambiar “la libertad individual real por una libertad ficticia en la subjetividad del grupo”. Es el germen de los totalitarismos socialistas. Y, ante esta falsa dualidad, Sloterdijk se queda con el compromiso sartriano, con la asunción del estrés y la libertad, una libertad generosa con los demás.

ARA