La impotencia árabe

Una de las nefastas consecuencias de las denominadas primaveras árabes fue el olvido de la llamada causa palestina, aunque en algunas ocasiones dirigentes tanto del Magreb como del Mashreq quisieron volver a utilizarla. En la plaza cairota de Tahrir apenas se quemaron, durante las jornadas de la revuelta, banderas de Israel y de Estados Unidos. Los gobernantes del Estado judío siempre han insistido en que los problemas interiores de los países árabes, sus dictaduras y su corrupción, eran más graves que la cuestión palestino-israelí.

¿Qué es peor, vivir bajo una dictadura o bajo una ocupación? Durante décadas, los regímenes militares árabes justificaron sus golpes de Estado, a través de sus primeros comunicados, por su voluntad de liberar Palestina. Si al principio de aquellas revueltas se echaron las campanas al vuelo creyendo que el problema palestino-israelí había quedado marginado, en noviembre del 2012 con el nuevo enfrentamiento militar de Israel y Gaza, se volvió al origen del profundo conflicto inicial, al “corazón del problema de Oriente Medio”, como se repite una y otra vez en un despertar ante la insoportable realidad de la ocupación.

En Oriente Medio la política está henchida de emociones, e Israel sabe perfectamente que las opiniones públicas hostiles son pasajeras. El estatus definitivo de Jerusalén sigue siendo un tema internacional sin resolver. Todos los acuerdos entre palestinos e israelíes, ya desde el tiempo de Yaser Arafat, han dejado en suspenso las reivindicaciones sobre la suerte del este de Jerusalén y el retorno de los refugiados a su tierra.

La decisión del presidente estadounidense, Donald Trump, ha provocado un vasto movimiento de indignación en países árabes y en poblaciones musulmanas. Los palestinos la han sentido como una nueva humillación, como el final del tan traído y llevado proceso de paz iniciado en 1993. Un proceso que ha permitido a Israel y a Occidente mantenerlo indefinidamente a expensas de su efectivo cumplimiento.

La edulcorada proclamación de establecer un Estado palestino independiente –cuya mecánica repetición evita pensar y permite el despliegue de las relaciones de fuerza hasta que ­todo quede consumado– es­conde la verdad de que cada día hay menos espacio para construirlo. Dirigentes árabes, israelíes y ­estadounidenses lo conocen, ­pero no quieren asumirlo. Hay que aceptar, quiérase o no, que el conflicto palestino-israelí es un coto cerrado de EE.UU. en el que nadie puede intervenir, ni la Unión Europea ni Rusia.

La diplomacia norteamericana es invariable en su incondicional apoyo a Israel y su ayuda a la casa de los Saud para mantener su seguridad a cambio del petróleo y de su voluntad de hegemonía sobre Oriente Medio.

Pese a su provocadora iniciativa, Trump, que ha puesto en entredicho al rais palestino Mahmud Abas y a otros dirigentes árabes moderados, pretende continuar como mediador en este proceso de paz, de hecho ya muerto tras los acuerdos palestino-israelíes de Oslo de 1993. El rey Abdulah de Arabia Saudí presentó también su iniciativa de paz en el 2002 en Beirut.

En estos años de espejismos primaverales, los países árabes se han desangrado en guerras en Siria, Irak, Yemen y Libia. Para ciertos gobiernos, como el de Riad y sus aliados, su primer enemigo es ahora Irán más que Israel, con el que han iniciado unas no tan discretas relaciones.

Estos días se ha especulado incluso sobre un proceso de paz norteamericano avalado por el príncipe heredero saudí que reduciría aun más las reivindicaciones palestinas. Los países árabes están cada vez más divididos, postrados y desnortados.

El presidente Trump está persuadido de que más allá de manifestaciones callejeras, de inflamadas proclamas de frustración, no conseguirán ningún éxito. Es imposible que salven sus divisiones internas. Deben aceptar sus víctimas sirias, iraquíes, yemeníes y libias, muertas por sus hermanos árabes. En caso contrario, la causa palestina quedará reducida a una simple expresión de la “desgracia árabe”. Los árabes, en una palabra, no cuentan con los medios para responder a la provocación de Trump.

LA VANGUARDIA