Totalitarismo árabe en pos del Estado unido

Beirut

El Gobierno de Bagdad ha reaccionado ante las veleidades separatistas de los kurdos de la autonomía del norte iraquí con la habitual actitud de los estados árabes del Mashreq y del Magreb. En la política árabe contemporánea prevalece una tendencia totalitaria evidente. Pese a la constitución federal en vigor en Irak –fruto de la imposición estadounidense cuando ocuparon el país tras la derrota del ejército de Sadam Husein, en el verano del 2003– ni los sistemas federales ni mucho menos las escisiones territoriales son toleradas.

Hay una glorificación en el mundo árabe del Estado marmóreo unitario, sea monárquico, republicano o surgido de un golpe militar. Es un hecho que va a la par del culto a la personalidad y la reverencia al caudillo, un hombre providencial.

Los kurdos de Irak han gozado, sobre todo desde 1991, de un régimen de autonomía muy notable, pero la historia de sus relaciones con el Gobierno de Bagdad a partir de 1970, y durante los años del régimen baasista, con sus persecuciones, deportaciones y la arabización de sus poblaciones, fue muy abrupta. Es, no ­obstante, el único caso de descentralización establecido en los países ­árabes.

En la guerra de tres lustros de Líbano, los cristianos maronitas, a través de sus aguerridas milicias del Kataeb o Falange, intentaron organizar su cantón en la montaña y en la localidad marítima de Junie.

A los maronitas les tachaban entonces, como si se tratase de un insulto, de aislacionistas y eran considerados traidores a la causa árabe y palestina, y a menudo aliados de Israel.

Para los gobernantes árabes es Israel el que fomenta las luchas separatistas, sea la de los kurdos o bien de otras minorías. Su fracaso dio al traste con sus anhelos de fundar un sistema cantonal a imagen y semejanza de la soñada Suiza, con la que a menudo ha querido compararse el Líbano oriental.

Ningún país árabe salvo Argelia ayudó a los saharauis de la antigua colonia española cuando trataron de separarse del reino de Marruecos.

Estuve una noche de febrero de 1976 en la proclamación de aquella república en un paraje de la región fronteriza de Tinduf. En medio de un gran círculo formado por vehículos militares con los faros encendidos, izaron su bandera. Su independencia nunca fue reconocida por los gobiernos árabes.

El desgraciado Sudán del Sur se liberó de la autoridad árabe y musulmana de Jartum después de sangrientas y largas guerras.

Si los gobernantes del Mashreq y del Magreb sofocan todas las aspiraciones de independencia de algunas de sus poblaciones, fracasan, por otro lado, en su retórico panarabismo, mil veces pregonado a bombo y platillo.

Fracasó la RAU, una pretendida unión de Egipto y Siria, a la que más tarde debía unirse Irak. Fracasó también la ilusión del coronel Gadafi de fundir Libia con Egipto y más tarde con Túnez.

El panarabismo de Naser y del partido Baas se agotó hace décadas.

Es paradójico que estados de Oriente Medio surgidos tras la derrota del imperio otomano, sobre fronteras muchas veces artificiales trazadas por los colonizadores europeos, se ensañen con aquellos pueblos que aspiran a separarse de su autoridad.

En todo caso, la inviolabilidad más estricta de fronteras se da en el continente africano. Después de la cascada de independencias africanas de 1962, brotaron guerras en Katanga y en Biafra, en las que los separatistas impugnaban los nuevos gobiernos de las antiguas colonias.

También agentes israelíes intervinieron a menudo en la desestabilización de las flamantes repúblicas.

La Organización de la Unidad Africana tiene como base fundamental la sacrosanta inviolabilidad del trazado de sus fronteras por miedo de que su desmantelamiento precipite a todo el continente a interminables guerras tribales.

LA VANGUARDIA