Desde Londres con amor

Me levanto aquí en Londres antes del amanecer, leo lo último sobre Catalunya y pienso qué feo que es todo esto. Qué feo y qué doloroso y qué decepcionante.

Esperaba más de España, el país donde nació mi madre, donde he vivido quince de los últimos diecinueve años, donde me he propuesto vivir –en Catalunya, sea independiente o no– la mayor parte del resto de los días que me quedan. La gente es más simpática, noble y generosa que en cualquiera de los otros siete países en los que he vivido. Comparado con los más de 70 países que he visitado es un buen lugar para ser un inmigrante, es un buen país para ser homosexual, para ser mujer, para ser un niño o un anciano. Hay tanto en España que es admirable, envidiable, moderno y ejemplar.

Es por todo esto que me decepciona y me deprime tanto constatar lo primitiva que sigue siendo la joven democracia española, en particular lo desquiciada que se vuelve cuando entra en juego el tema de la soberanía territorial. Tanto yo como mis muchos amigos extranjeros que conocen bien España y la aman hemos descubierto en las últimas semanas del drama catalán algo oscuro en el alma política de este país que hubiéramos preferido no ver.

Esto no es tomar una posición a favor de la independencia. Creo que sin excepción todos mis amigos nacidos fuera comparten mi rechazo al independentismo. No me gusta el antagonismo que define la esencia del sentimiento nacionalista siempre y en todos los lugares; sospecho que el precio económico de abandonar ­España sería catastrófico para Catalunya, en cuyo suelo, por cierto, tengo todos mis ­ahorros.

Catastrófica también la decisión de Carles Puigdemont y los demás políticos independentistas de optar no por convocar elecciones la semana pasada, sino por declarar la independencia unilateral. ¡Y hacerlo sobre la base de la supuesta legitimidad de un referéndum que nunca fue un referéndum! Aquello del 1 de octubre fue una protesta masiva con más teatro que sustancia electoral. No sólo Trump vive en un mundo de realidades alternativas.

Pero no fue esto lo que me abrumó esta mañana al despertarme. Lo que me abrumó fue la claridad con la que vi la mezcla de ira, u odio o revanchismo o quién sabe qué complejos que motivan las acciones políticas de aquellos señores y señoras del establishment político español, pero especialmente los del Partido Popular con las ganas locas que han tenido de imponer su autoridad sobre Catalunya. Lo vi y lo entendí cuando me vino a la mente el momento más revelador y siniestro de los días locos en los que vivimos: la rabiosa ovación que Mariano Rajoy recibió de sus correligionarios en el Senado tras su discurso el viernes en el que se exculpó de toda responsabilidad por el actual desmadre (otra realidad alternativa), insistió en que el que pecó fue Puigdemont “y sólo Puigdemont” y exigió la imposición del artículo 155. Sí, Puigdemont se lo acabó poniendo en bandeja, pero es muy difícil evitar la conclusión de que para Rajoy y compañía invadir y ocupar Catalunya políticamente siempre fue el primer recurso, no el último; que aprobar el artículo 155, la oscuridad hecha ley, fue motivo no de lamentación sino de festejo.

Lo que el PP no parece entender es que aunque su jugada funcione y el independentismo sufra una derrota en las elecciones del 21 de diciembre no va a dejar de ser una fuerza política importante. El intento de aplastarlo y humillarlo creará más resentimiento en sus filas, y el resentimiento es un motor político de inagotable energía.

Veremos qué pasa en las próximas semanas. Existen tantos riesgos de que las cosas vayan a peor como de que se tranquilicen. Pero hoy todo es feo. Desde fuera no hay otra forma de ver la toma de poder del PP en Catalunya. Y no sólo feo sino absurdo: lo chocante para mí y para todos los extranjeros con los que hablo es lo espectacularmente innecesario que ha sido todo este lío. Lo fácil que hubiera sido evitarlo. Primero, y obviamente, con un cambio del texto sagrado de la Constitución y con la aprobación de un referéndum pactado, como hubiera hecho cualquier otro Estado moderno y democrático (Canadá, Reino Unido) en similares circunstancias. Pero seguramente se hubiera evitado con menos: con gestos conciliadores y palabras respetuosas, con alguna cesión de poder a la región autónoma catalana, con un mínimo de espíritu estadista, con el afán de pensar primero en el bien general.

En una democracia la política consiste en persuadir, en ganar corazones y mentes a través de los argumentos, las palabras y los gestos. En un sistema autoritario la política consiste en imponer la ley. ¿A cuál de los dos se parece más el Estado español hoy? Sabemos la respuesta. ¿Pero por qué son tan torpes, tan inflexibles y tan estrechos? La respuesta es obligatoriamente larga y complicada, pero un artículo en la revista The New Yorker este fin de semana de mi amigo y laureado periodista Jon Lee Anderson creo que ofrece una pista. “Una profunda inseguridad –concluyó Anderson– late en el corazón del establishment político y mediático español sobre el calado que tiene la cultura democrática española. Y con buena razón”.

LA VANGUARDIA