Las dos fases de la independencia

La política catalana está entrando en una dinámica nueva que hasta ahora era minoritaria en la historia del catalanismo. La experiencia negativa de los últimos años (reforma estatutaria y del sistema de financiación) ha hecho que buena parte de la población vaya llegando a la conclusión de que el futuro del país pasa por la desvinculación de un Estado en el cual fue incluido coactivamente hace casi tres siglos. Se trata de una conclusión que remite a la hostilidad política y jurídica mostrada por las instituciones del Estado (Gobierno central, tribunales Supremo y Constitucional, Defensor del Pueblo, etcétera) y por los posicionamientos de los dos partidos nacionalistas españoles (PP y PSOE). Es fácil que se produzca otra oleada en favor de la independencia cuando previsiblemente fracase el “pacto fiscal con efectos de concierto económico” impulsado por el actual Gobierno de la Generalitat.

Esquematizando, podemos distinguir dos etapas en el proceso del país hacia su emancipación política, la fase del independentismo y la fase de la independencia.

1) Independentismo. Es la fase actual. El objetivo básico es el de alcanzar una mayoría sólida interna favorable a la independencia. Razones no faltan. De hecho, sobran.

Por ejemplo, la posición del Gobierno central ante el actual expolio fiscal recuerda lo que dice el personaje Calígula de Albert Camus: “No es más inmoral robar directamente a los ciudadanos que ir dejando caer impuestos indirectos sobre el precio de los productos de primera necesidad. Gobernar es robar, eso lo sabe todo el mundo. Pero hay maneras y maneras. En mi caso, robaré con toda la franqueza”.

Tres características de una Catalunya independiente: a) sería económicamente más rica, con niveles de bienestar parecidos al de los países nórdicos o Canadá; b) constituiría uno de los estados democráticos más adelantados, favorecedor de la solidaridad internacional y de los derechos de las minorías; c) sería una sociedad abierta al mundo y con personalidad reconocida.

En la actualidad, la sociedad civil catalana independentista está conformada por tres elementos. Por una parte, la Assemblea Nacional de Catalunya (ANC). Se trata de una organización de base individual y de carácter transversal, sin vinculación a ningún partido y con vocación de estar presente en todo el territorio a través de organizaciones locales y sectoriales. Por otra parte, la Associació de Municipis per la Independència, que agrupa los ayuntamientos que así lo decidan en sus plenos. Actualmente incluye ya a más de una cuarta parte de las entidades locales del país –su objetivo es llegar al 50% cuando se celebre su presentación oficial. De manera parecida a lo que pasó con las consultas por la independencia, Barcelona probablemente se adherirá al final del proceso. Finalmente, el tercer elemento lo conforma todo un conjunto de entidades de tipo diferente –empresariales, culturales, profesionales, deportivas, etcétera-. Con el fin de optimizar la eficiencia, los recursos y las actividades de estas entidades convendría que se estableciera una coordinación permanente entre ellas, una especie de paraguas organizativo, como mínimo entre las más importantes.

2) Independencia. Esta es una fase más compleja que la anterior, y en la cual intervienen más actores.

Cubre dos aspectos decisivos, el ámbito institucional y el ámbito internacional. Una vez la sociedad civil ha mostrado su fortaleza, el liderazgo y las estrategias de la segunda fase corresponderán a las instituciones del país, especialmente a la Generalitat y a los partidos del Parlament. De hecho, no hace falta que haya un solo partido independentista, como a veces se dice, sino el máximo número de independentistas en todos los partidos.

En estos procesos, un primer indicador que los observadores internacionales comprueban es el número de diputados independentistas que hay en un Parlamento.

Eso no depende de cómo se manifiesten los diputados individualmente, sino de cuántos pertenecen a partidos que incluyan en sus programas la independencia, aunque sea “sin prisas”. Obviamente, eso lo digo de cara a los próximos congresos de Convergència y de Unió, que ya no se podrá presentar en las elecciones del 2014 con la idea del “pacto fiscal”.

En esta etapa hay que contar con un liderazgo institucional claro, personalizado e identificable desde Nueva York o Pekín. Paralelamente, se tienen que abrir estrategias de obtención de alianzas con otras organizaciones e instituciones internacionales (Consejo de Europa, OSCE, ONU, UE, etcétera). En su momento se requerirán observadores y mediadores extranjeros, especialmente cuando el Estado tenga mucho más explícitamente en la agenda el tema de la independencia de Catalunya y reaccione con todos sus medios políticos, jurídicos, mediáticos e internacionales para impedirla.

Creo importante no confundir las prioridades, las estrategias y los liderazgos de estas dos etapas –a pesar de los solapamientos que puedan darse–. La independencia es el objetivo más ambicioso que una nación sin Estado se puede plantear. Y a diferencia de los marcos constitucionales de que disponen Escocia, Quebec o Flandes, Catalunya encara este proceso sabiendo de la hostilidad del marco constitucional y de la cultura política española, muy primitiva en términos de pluralismo. Sin embargo, ya lo decía lúcidamente hace décadas Raymond Aron: “Los hombres saben que a la larga el derecho internacional ha de someterse a la realidad. Un estatus territorial acaba invariablemente por ser legalizado, siempre y cuando perdure”.

La Vanguardia