Somos como reaccionamos al mal

El mal desatado y sin medida resulta incomprensible. Su falta de sentido lo hace insoportable. Nos muestra la cara brutal, salvaje y absurda del caos social y psíquico. Las actuales concepciones del mundo –cuando menos las que dominan occidente– no tienen previsto un lugar para el mal descarnado. Pero los seres humanos necesitamos explicaciones y vivir en un mundo con sentido. Y no hay bastante con las causas inmediatas del mal: queremos culpables. Buscamos domesticar el mal para convertirlo en maldad culpable para estar convencidos de que se habría podido esquivar o que en el futuro se podrá evitar.

Así, cuando se producen acontecimientos dramáticos como el de la Rambla de Barcelona, se ponen en marcha todo tipo de explicaciones en un intento desesperado de encontrarles algún sentido. Una significación, claro, que sea consistente con nuestros prejuicios, que se ajuste a nuestros intereses personales, políticos, económicos o, sencillamente, que temple nuestras incomodidades emocionales. Sería ridículo extrañarse de ello. Forma parte de los mecanismos para volver las cosas a su lugar. Y ahora que ya han pasado los días más difíciles, puede ser conveniente dar un vistazo a cómo nos hemos mostrado en una situación tan extrema.

En primer lugar, la diversidad de razones que se han llegado a dar, las justificaciones que se han llegado a articular –con la inestimable ayuda de todo tipo de especulaciones sociológicas y antropológicas– son un buen muestrario, no sólo de la pluralidad social, sino del desencaje de perspectivas con las que hay que vivir en una sociedad compleja. El análisis de este desencaje y de las dificultades para convivir cuando se producen situaciones dramáticas explica bien cómo somos. Y da cuenta de la multiplicación de explicaciones complementarias o contradictorias que hacen imposible la unanimidad de sentido que añoran los que querrían imponer un determinado y particular orden social y político.

También es un buen momento para observar la eficacia de la negación simbólica, uno de los mecanismos sociales de control de la realidad social más sutiles. La mayor parte de explicaciones y de gestos dados hay que entenderlos así. Gritar “No tengo miedo” es un buen ejercicio para exorcizar el estremecimiento que ha encogido el corazón. Exagerar las muestras de xenofilia es un mecanismo de autodefensa ante el temor a una hipotética reacción xenofóbica. Señalar a los culpables globales que ponen en riesgo la paz mundial es una manera astuta de desviar la atención ante el riesgo real de adoctrinamiento religioso que se vive en determinadas comunidades cercanas. Minimizar la lógica terrorista del atentado para cargar el mochuelo a las políticas sociales y educativas es otra manera de negar la existencia de lo que es casi imposible de controlar. Y pedir que no se politice la manifestación del sábado pasado es la manera más simple de negar simbólicamente la politización por excelencia que ilustraba la presencia de la más alta representación del Estado y que tenia el objetivo de reafirmar su papel de monopolizador de la violencia legítima justo cuando, una semana antes y por unos instantes, le había sido arrebatada. Una denuncia irritada, además, por el contexto de competencia directa sobre este monopolio, representado por una policía eficaz y resolutiva.

De todos los debates abiertos, sin embargo, hay uno que no deberíamos dejar que se perdiera por el impaciente retorno a la normalidad. Y este es el de la contraposición entre responsabilidad individual y responsabilidad social. Por una parte, hay que entender que aquello que es extraordinario no siempre es síntoma de un mal general, profundo e invisible, sino que puede ser perfectamente la excepción que confirma la regla. Seguro que todas las instituciones pueden hacer mejor su tarea, pero cargar con más responsabilidad a la escuela, las políticas sociales y laborales o descargar culpas en un supuesto racismo universal es profundamente injusto en una sociedad que, por razones históricas y demográficas, ha demostrado sobradamente su capacidad para gestionar la diversidad. El caso de Ripoll no muestra necesariamente un fracaso social, sino una excepción extraña a un éxito social continuado.

Por otra parte, insistir sólo en la responsabilidad social, y particularmente la de la administración pública, debilita el papel del individuo. Nos presenta dependientes de la fatalidad por un lugar de nacimiento y de la buena o mala suerte social, sin capacidad para superar adversidades que a veces son las de la miseria material, sí, pero más a menudo son las de la miseria humana. Dibujarnos individualmente débiles nos hace serlo aun más. Y tomar conciencia de los determinantes sociales no puede ser el pretexto para aceptarlos resignadamente, sino para combatirlos con carácter y voluntad.

Sí: somos como reaccionamos ante el bien, pero sobre todo ante el mal desatado y absurdo.

LA VANGUARDIA