La retórica del combate

Cuando haya pasado el fragor de la batalla será extraordinariamente apasionante estudiar las estrategias seguidas en el conflicto político entre España y Catalunya. Y, cuando se tenga el dato de la victoria final de una u otra, todavía más. Por una parte, está la lógica de un Estado clásico, actuando con los instrumentos de coacción propios del siglo XIX. En la otra, la de una sociedad civil que ha arrastrado a las instituciones políticas catalanas con herramientas del siglo XXI. Sé que escribo estas líneas más desde la impaciencia de quien las quiere ver venir que desde la frialdad de quien se resigna a verlas pasar. Sin embargo, no quiero dejar de señalar algunas de las sensaciones que creo que ilustran la retórica de las estrategias de combate.

Primera. Sabemos que la cumbre del arte de la política está en el control de los tiempos. No es extraño, pues, que los sectores que querrían evitar la independencia de Catalunya tengan la sensación de que todo va demasiado deprisa. No se cansan de condenar aquel “tenemos prisa” que fue tomado como grito de guerra en el 2011 pero que ya tenía un recorrido de, como mínimo, cinco años más. Que casi doce años sean “demasiados”, delata la estrategia de los que desearían que nunca llegara el dilema que plantea el derecho a la autodeterminación. Bien sea por convicción, por prudencia o por cobardía, nunca pensarán que ya ha llegado el momento de plantear una hipotética ruptura. Y es por eso que a cada nuevo salto –ahora la política avanza saltando pantallas– proponen un nuevo obstáculo.

Al contrario, y en segundo lugar, desde un cierto soberanismo se tiene sensación de lentitud. El independentismo impaciente piensa que ya ha habido demasiadas ocasiones para la ruptura. A esta lentitud se le ha llamado ‘procesismo’, sugiriendo que se trataba de una cuestión de indecisión o incluso de sabotaje. Reconozco que soy de los que tienen prisa, pero no de los que creen que exista ‘procesismo’, entendido como sabotaje. Creo que el combate que se está librando es el propio de una incruenta guerra de guerrillas. Y hay que recordar que los que las inspiraron dirían que “la cima de la habilidad es someter al enemigo sin combatir” (Sun Tzu), o que “un buen vencedor evita la guerra” (Lao-Tse). Y es que para que pierda el equilibrio un adversario físicamente más fuerte que tú debes reforzar su posición y, empujándolo en su misma dirección de ataque, hacerle perder el equilibrio hasta que caiga solo.

Entre los que consideran que todo va demasiado deprisa y los que piensan que va demasiado poco a poco, en tercer lugar, están aquellos que tienen la sensación de que se les quiere implicar en un combate que no es el suyo. La falacia de la neutralidad ha sido ampliamente desenmascarada con aquella sentencia que alerta que si no haces política, te la hacen. O, dicho de otro modo, que la equidistancia resulta ser un apoyo inestimable al ‘statu quo’. Dicho con toda crudeza: ante la violencia policial, ante el abuso autoritario en la aplicación caprichosa de la ley que se supone defender, ante el engaño de decir que la suspensión del gobierno democrático y legítimo de la Generalitat y la aplicación indiscriminada del artículo 155 no es una suspensión de la autonomía, no hay equidistancia posible. Alguien me decía que entre la teoría de la Tierra plana y la de la Tierra redonda, no hay posición media posible. Cierto. Se puede estar a favor de una cosa o de la otra, y decir que la represión era inevitable, o que Cuixart y Sánchez no son presos políticos sino sediciosos, o que el 155 salvará la autonomía. Vale. Pero no hay equidistancia. Y renunciar a la dignidad para evitar la ruina, tampoco nos deja fuera de la elección.

Cuarta sensación: el fracaso. La primera manifestación de equidistancia fue la que se calificó como tercera vía. A la larga, y después de su fracaso estrepitoso por la nula recepción de sus postulados por parte del ‘establishment’ español, la mayoría de los defensores de la tercera vía han acabado señalando a los líderes de soberanismo como únicos culpables del desbarajuste, quizás para disimular su propio fiasco. ¿Qué información transmitieron en sus reuniones sobre la magnitud del tsunami catalán? ¿No les creyeron, o no informaron correctamente pensando que tendrían el control de la situación? Muchos de aquellos ahora han sido dóciles a la sugerencia de cambiar las sedes de sus empresas –no el negocio– para asustar al ciudadano. Otra muestra de cómo se disimula el fracaso con el pretexto de asustar.

La última y quinta sensación que quiero dejar apuntada es la del anacronismo que supone seguir hablando de federalismo o confederalismo en el siglo XXI. ¿Soluciones de mediados del siglo XIX pueden resolver conflictos del XXI? Y cuando la realidad económica, cultural, comunicativa o identitaria ya no tiene fronteras físicas, ¿cómo es que se sigue haciendo sagrada la integridad territorial, aduciendo además que se quieren combatir las fronteras? ¿Pueden llegar a triunfar estas estrategias basadas en modelos tan anacrónicos y confusos? Habrá que esperar a verlo.

LA VANGUARDIA