Valores “desagradables” de la lectura

Quizás sorprenda que hable de “valores desagradables de la lectura”. Lógica incertidumbre. Pues lo habitual es ponderar el acto lector mediante un variopinto repertorio de frases a cuál de ellas más hermosa.

¿Existe actividad más noble, más honrada, que la lectura? No sólo es hospitalaria, sino que hasta nos re- fresca la epidermis, fortalece el corazón y nos “hace más jóvenes”, según decía un texto premiado a redoble de tambor mediático. Y, ojo, también, “nos hace más se- xy”. Esto último me lo creo; lo de joven, ya no tanto. Porque, si, como dice alguien, “leer nos hace madurar más rápidamente, porque aumenta nuestra conciencia”, fácilmente se llegará a la conclusión de que leer parece cosa de viejos.

Pienso que merece la pena reflexionar en el conjunto de valores desagradables que giran alrededor del acto lector, y que, en sí mismos, constituyen un formidable obstáculo para que la infancia y la adolescencia encuentren en la lectura un acomodo apetecible para su ocio plural y divertido.

Antes que nada, conviene señalar que, a veces, no es la lectura en sí misma considerada la que repugna a la mirada displicente de la adolescencia, sino ese conjunto de sutiles y explícitas obligaciones, que acarrea su puesta en práctica.

Algunas características psicológicas, actitudes y aspiraciones vitales de la infancia, de la adolescencia y de la juventud, apenas tienen que ver con los valores que las personas adultas pretendemos imponer como el no va más de la identidad personal realizada.

Es posible que todavía no nos hayamos librado del imponente prejuicio de considerar que los niños no pueden ser felices si no hacen lo que nosotros hacemos. Continuamente, les estamos sermoneando que, si su idea de felicidad no coincide con la nuestra, no pueden ser felices. Y que, si no leen, es imposible que piensen y sientan esto y lo otro.

Encajar la lectura actividad enajenada y autista, en ese caldo de cultivo psicológico, afectivo y mental, del adolescente, es posible mediante la amable coerción y el uso de un discurso pseudopedagógico que tiene poco de permisivo y de liberal, aunque teñido de amables coacciones y animaciones lectoras muy divertidas.

La lectura sigue instrumentalizándose en todos los niveles, especialmente en los que tienen que ver con la minoría de edad. Pero, en muchos casos, dicho sojuzgamiento no responde a una concepción de la lectura como una práctica social más, sino como resultado de una actividad productivista y académica.

Las prácticas lectoras que se hacen en los centros educativos no se parecen en nada a las que tienen lugar en las personas que leemos, de forma compulsiva, impulsiva o paralelepípeda. Ni en el modo, ni en las condiciones, ni en las funciones que pueda cumplir. Cuando el joven abandona el instituto, lo hace sin haber aprehendido el sentido que la lectura tiene en la vida de las personas que leen motu proprio, sin coacciones, sin tener que dar explicaciones.

Curiosa actitud. A los adultos no les gusta que se les pida cuentas acerca de lo que hacen o dejan de hacer. Sin embargo, los profesores somos expertos en exigir cuentas a la infancia y a la adolescencia en todo su periplo escolar. Nos pasamos la vida cultivando en ellos la más obligada dependencia, sin percibir que la lectura es lo más opuesto a dicha heteronomía.

Es posible que nuestro comportamiento sea consecuencia de la idea que tenemos formada de la infancia, derivada a su vez del medio cultural en el que vivimos.

Rara vez se repara en que las políticas culturales y educativas que se ponen en práctica la lectura es una de ellas, son productos derivados de la concepción misma de lo que sea un niño o un adolescente. Nuestras prácticas de animación lectora, no sólo están contaminadas por la idea que tenemos de lo que sea la lectura, sino, sobre todo, por la ideología que tenemos elaborada acerca de lo que debe ser un niño en una sociedad como la nuestra, hiperindustrializada hasta el solomillo.

Aunque, tal vez, lo más llamativo sea la actitud de un profesorado que se comporta de forma muy distinta en su vida personal y en su trabajo. Me parece paradójico que dicho profesorado no aplique en el aula lo que hace en su vida lectora personal: leer cuando quiere y le apetece para pasar el rato; cuando necesita buscar información; cuando precisa de unos argumentos para rebatir o disputar una opinión; cuando se ve obligado a contrastar unas ideas, unos datos, o una palabra.

Pues, al fin y al cabo, esas son las funciones reales y prosaicas que mueven a la gente a leer. Las otras, las que tanto gusta esgrimir, como son las metafísicas y las farmacológicas, permitidme decir que pertenecen al reino de la evanescencia más espiritosa. Y, en cuanto a la función placentera de la lectura, nada que objetar, siempre y cuando se describa la naturaleza de dicho placer, tan subjetivo y huidizo él, como difícil de explicar.

Para agravar esta situación paradójica, la lectura necesita cultivar una serie de “valores desagradables”, que la propia ciudad también desprecia o, si se quiere, no los tiene en consideración axiológica. Al contra- rio, los juzga incompatibles con la vida posmoderna en la que estamos instalados.

Los supuestos valores de la cultura lectora no se llevan, no son apetecibles, no son rentables, socialmente hablando. Y, por tanto, son desagradables a los ojos de cierta adolescencia y juventud. Incluso lo son para muchas personas adultas, las cuales, ¡serán ignorantes!, aún no se han enterado de que “la vida sin lectura se limita y se empo- brece”, como dice otro reclamo publicitario.

Y es que resulta muy difícil integrar en el ritmo de vida, que nos impone la sociedad, la celebración gratuita de la lectura.

En cierto modo, animar a leer es ir a contracorriente, marchar en otra dirección. Los estímulos mentales y sociales de las ciudades en las que vivimos nada tienen que ver con los estímulos que genera la lectura.

Reparemos en los estímulos mentales, psicológicos, afectivos, que rodean el acto lector. Comprobaremos entonces que dichos estímulos forman una red conceptual que ciertas personas juzgamos como estimulante, pero que nada tienen que ver con los modelos de comportamiento social y de ser que se nos ofrecen. Son los “valores desagradables” de la lectura. Valores que cuesta cultivar porque exigen otro modo de ser, de actuar y de pensar.

El adolescente, desde luego, no los ve como elementos atractivos y configuradores de su personalidad. Al contrario, los considera “valores desagradables”. ¿Qué valores? La soledad, el silencio, la lentitud, la gratuidad, la autonomía, el individualismoŠ Y, por supuesto, la disciplina, el trabajo, la constancia, la voluntad y el estudio. Sin estos valores, la lectura no es posible. No tiene lugar. –