La violencia como identidad

Sabíamos que si Cataluña fracasaba en el intento de independizarse, la reacción del Estado sería demoledora. La invocación del artículo 155 no ha sido más que la hoja de parra, un legalismo muy leve para justificar la agresión sin matices. Por ello la suspensión a partir del día 17 no cambiará nada. Cataluña ya era la pieza a abatir antes del 1 de octubre, pero una vez se ha levantado la veda, la ‘a-por-ellos’ se ha convertido en consigna de un cierto patriotismo español. No podía ser de otra manera. Las sociedades necesitan un enemigo para cohesionarse y la violencia suele ser el cemento. Esto es cierto sobre todo en épocas de crisis, cuando los miedos se apoderan de la ciudadanía y cuesta encarar el futuro. España hace décadas que inició una involución, disimulada durante algún tiempo por la bonanza económica, que se basaba en una ficción. Desde que estalló la crisis (no sólo económica sino también constitucional, cultural, de valores) España se quedó sin horizonte y ahora es un país condenado a una existencia performativa, en la inacabable, por absurda, reconstrucción de una identidad que ya sólo se expresa por medio del espejismo de una unidad inalcanzable. Cataluña, dicho sea de paso, también parece condenada a una existencia de holandés errante, siempre al borde de disolver su identidad en una aspiración que se le escurre cuando más cerca la tiene.

Hace más de un siglo que España no se embarca en guerras exteriores, y ya hace siglos que no tiene ninguna victoria militar verdadera, si se pondera el papel del ejército de Wellington en la guerra del francés. Desde el siglo XVII, casi desde Rocroi, ha sido derrotada en todos los frentes excepto el interior. Se comprende que el resentimiento sea enorme y busque válvulas compensadoras. La ‘chulería’ que estos días aflora en todos los niveles del Estado es la otra cara de la impotencia ante el fracaso de la operación modernizadora iniciada en los años ochenta y que ahora se revela cosmética y superficial. Ahora bien, un Estado no es sino la organización social de la violencia, y la soberanía, el poder de definir el enemigo. De cómo administrar ese poder depende la estabilidad y el prestigio del Estado.

Es un síntoma de la fragilidad de la democracia española que, mientras la violencia del 1 de octubre escandalizaba al mundo, allí se utilizara para legitimar la represión posterior. Quizás nada define mejor la diferencia española. Cuando alguna vez he dicho que el conflicto hispano-catalán era fundamentalmente un choque de identidades, siempre ha habido alguien dispuesto a negarlo. La corrección política, por un lado, y el idealismo, por otro, esconden el problema bajo una alfombra de lugares comunes. Pero he aquí que una gran parte de los españoles, comprendidos los que viven en Cataluña, se identifican con la violencia del Estado, la hacen suya, la aplauden y la alientan. Piden sangre. Y cárceles. Y linchamientos mediáticos. Toda circunstancia, por pequeña que sea, es ocasión de castigo, se trate de unas piezas de arte en las que nadie se habría fijado si hubieran estado en cualquier museo fuera de Cataluña, o de que en una escuela de Terrassa un maestro haga un ‘referéndum’ para escoger los delegados de clase (ya se persiguen las palabras, como siempre ocurre en las dictaduras), por no hablar de la persecución de la misma crítica de la violencia, o, en fin, de las denuncias de la enseñanza, un clásico del asalto a la autonomía, intentado una y otra vez, como en la toma de Jericó, a fuerza de dar vueltas a las murallas con la trompetería dando toda su potencia de escándalo.

Quienes saludan la violencia no son espectadores sino actores por institución interpuesta. Para muchos, el 1 de octubre fue la señal para ajustar cuentas. En pocos años se ha transitado de ‘echar una firma contra los catalanes’ a la humillación sangrienta y la impunidad absoluta. En el independentismo España ha redescubierto el chivo expiatorio al que trasladar los propios pecados y sacrificarlo en una ceremonia catártica de reconciliación consigo misma.

Hay quien se pregunta cómo ha sido posible un fracaso tan estrepitoso de la democracia. Como es habitual, la respuesta ordinaria no explica nada. Se ha dicho, para normalizar la excepcionalidad, que ningún país tolera la escisión de una parte del territorio. Esta explicación es patentemente falsa, como lo demuestran las diversas escisiones de baja conflictividad acaecidas a lo largo del siglo XX, y los referéndums de independencia organizados en democracias avanzadas como el Reino Unido y Canadá. Pregunten a cualquiera de los que hoy truenan contra todo lo que huela a catalanidad en que el perjudicaría una república catalana dentro del espacio europeo compartido. Difícilmente les responderá que le preocupa mantener la capacidad extractiva del Estado. O que teme la limitación de la movilidad de las personas. Hoy la independencia, incluso fuera del espacio Schengen, no implica poner fronteras obstructivas. Lo demuestra la negociación de un Brexit suave, o más cerca, el ejemplo de Andorra, país extracomunitario prácticamente españolizado. ¿Qué significan, pues, los que dicen que sentirían la independencia de Cataluña como una amputación? Ya sorprende que el órgano elegido por quienes se sirven de esta analogía no sea nunca la cabeza, que es, para seguir con la metáfora, el lugar donde reside la ‘cabeza’ (el ‘jefe’) del Estado; ni mucho menos el corazón, reservado por derecho natural a Castilla (Machado ‘dixit’) pero ni siquiera el hígado o el estómago, ni ningún otro órgano vital. La parte con la que se compara a Cataluña suele ser un brazo, esto es, una extremidad útil pero no central ni indispensable a la personalidad. Es como si la misma metáfora relativizara la integridad del cuerpo constitucionalmente indivisible. Acordar a Cataluña una función puramente instrumental en el cuerpo español equivale a negarle las funciones rectora y afectiva; es devaluarla al nivel de simple pertenencia.

La independencia de Cataluña repugna en la medida que es imaginable. Y lo es no por estar mejor organizada o ser económicamente más viable que la de otras comunidades con una pulsión nacional más débil, sino por avalarla una identidad imposible de negar y de mal trivializar. Por ello, la violencia no cesará con el fin del 155, que es meramente su articulación procedimental. Una vez se ha desatado, tiene que hacer necesariamente su recorrido.

El 22 de diciembre los catalanes se despertaron de una pesadilla. Un millón de vecinos (no se puede decir compatriotas y la palabra conciudadanos está definitivamente viciada por la apropiación partidista) dijeron claro y fuerte que eran españoles, y que estaban dispuestos a serlo a remolque de la violencia, las mentiras, la censura y la persecución de quienes reclaman el derecho a decidir democráticamente su futuro político. El 1 de octubre fue la prueba de que España no puede controlar Cataluña si no es con violencia. Esta violencia, unos la reprueban y otros lo esgrimen sin complejos. Al fin la fiscalía lo afina, culpabilizando a la víctima por el hecho de padecerla, como si la violencia emanara de un circuito cerrado.

El 1 de octubre cristalizó dos identidades a ambos lados de las urnas, y las del 21 de diciembre terminaron de definirlas nítidamente. La división efectiva, independientemente de la distribución partidista del voto, hoy está entre quienes emprendieron un viaje pacífico hacia la dignidad y los que se alinean con la brutalidad policial y la revancha judicial posterior. Existe la identidad de los que reclaman la libertad de los presos políticos y la de quienes niegan la existencia de presos políticos, los mismos que llaman a desinfectar las instituciones y los medios de comunicación, quienes aprueban la arbitrariedad jurídica y amenazan con repetir el estado de excepción, quienes proponen indultos antes de que haya condenas y quienes ponen el grito en el cielo ante la ‘debilidad’ de indultar, ¿pues de qué sirve un chivo expiatorio indultado? Estas son las identidades operativas a principios de 2018, las únicas políticamente significativas en el sistema binario que dinamiza la estructura simbólica del Estado español

No nos engañemos: la violencia forma parte de la esencia del Estado. Y Cataluña no se puede enfrentar a ella con una propia, precisamente porque no es un Estado. Pero la violencia acaba agotándose cuando no tiene otro motor que ella misma. Cuando llega a su máximo grado, hace implosión, desmoralizando a sus partidarios. Porque no es posible respetar la violencia por sí misma, ni respetarse quien la practica al margen de toda justificación moral. Este es el secreto de la resistencia pacífica: conservar las cotas más altas de la moralidad. Pero la resistencia no violenta sólo es eficaz cuando la víctima la convierte en estrategia, cuando de su sufrimiento hace una identidad. Mientras los opresores esconden la violencia tanto como pueden, la estrategia no violenta intenta llevarla al paroxismo. Conviene que se perciba a fin de que se devore a sí misma. Esto es así porque en la mayoría de personas la capacidad de identificarse con el mal es limitada, y llega un momento en que la indiferencia y la equidistancia se convierten en insoportables y uno se separa de ellas con el fin de salvar la autoestima.

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