Un cuento africano

Hace ya muchos años, en África, un Estado quiso demostrar a todo un pueblo, a través de la policía, los jueces y el gobierno, que él era el único que tenía el monopolio de la violencia, la ley y el poder. Y lo hizo sin ninguna manía, ni el menor escrúpulo, sin ninguna preocupación por guardar las formas. Todo el mundo pudo ver o sufrir, entonces, la brutalidad uniformada, el vandalismo policial, la violencia con casco, cuando funcionarios de los llamados cuerpos de seguridad agredieron con ganas a gente pacífica e indefensa, que no se volvió, pero que resistió con todo el coraje. Y repartieron estopa con ojos de rabia, llenos de odio, necesitados de que se les diera vía libre -aún más- al ejercicio indiscriminado de la violencia contra gente de todas las edades, sin ningún miramiento. Gritaban que les dejaran actuar, con un bramido salido de las gargantas de unos rostros llenos de ira, con el comportamiento tradicional de cualquier fuerza de ocupación en un territorio que no era el suyo y contra unos ciudadanos que no eran sus compatriotas. No era, ni más ni menos, otra cosa que la actitud propia de alguien que actúa en un territorio ocupado y contra un enemigo claramente identificable. Porque los dirigentes de ese Estado no tenían adversarios políticos, sino enemigos nacionales, y actuaban desde un reprobable espíritu de revancha. Un enemigo que no se encontraba en igualdad de condiciones, porque no era ningún ejército, ni ningún cuerpo uniformado, sino ciudadanos, hombres y mujeres de todas las edades y condición social, de orígenes muy diversos, es decir, todo un pueblo, que, a diferencia de ellos, iba desarmado y sólo blandía urnas, papeletas de voto y un elevado sentido de la defensa de la democracia. Resultó, sin embargo, que aquellos que habían sido víctimas del odio oficial por su condición nacional y democrática, vieron cómo una interpretación burda de la ley les había convertidos en verdugos agresores y, en pobres víctimas, a aquellos que sí les habían atacado. De hecho, mirando su historia, aquel Estado no admitía otra cosa que no fuera la derrota total, la sumisión absoluta o el genocidio cultural más o menos encubierto. Estas eran sus normas y sus hábitos atávicos. Y no tenía otros.

Ni entonces ni ahora, pero, en parte alguna nadie se comporta con este salvajismo tan inhumano si no sabe que cuenta, sintiendo su aliento de apoyo en la nuca, con la complicidad de autoridades políticas que son, en definitiva, aquellas que les han dado las órdenes de actuar y que no les sancionarán por la dureza física de su intervención. Al contrario, en aquella época los mandos fueron condecorados por el ministro de turno -y aplaudida la distinción por el partido más votado-, por los servicios prestados, violencia desmedida incluida. Y los agentes protagonistas del ataque feroz felicitados, por su infame proeza y su vil heroicidad, en los buques de la ignominia en que se alojaban, por el titular del ministerio correspondiente. Agentes que, después, en la capital de su país, profirieron comentarios personales miserables sobre algunos de los ministros derribados por el golpe de estado, a los que trataron peor que a asesinos y violadores con las esposas por detrás del cuerpo, que los hicieron desnudarse como puro ejercicio de humillación y vejación y que, como cuando golpearon a gente indefensa, encontraron placer en la agresión. Y les hicieron pasar, aunque fuera una sola noche, por la prisión. Y a otros les retuvieron bastante más tiempo, en fechas señaladas y lejos de los suyos, porque quisieron recordar, en cada momento, quién mandaba y a quién se debía obedecer, aunque fuera haciendo mal, innecesariamente.

Una jueza llegó a asegurar que ningún fiscal movía ni un solo dedo sin que lo supiera antes el gobierno. El gobierno de un Estado que figuraba en la cola de la independencia judicial, pero que se jactaba de repetir que la ley era igual para todos, con un cinismo profesional imposible de superar y que, como mucho, llegaba a la categoría de broma de mal gusto. Era cuando jueces y fiscales no ocultaban su satisfacción a la hora de acusar a miembros de un gobierno elegido democráticamente, que los condenaban en declaraciones a los medios antes de haberlos oído y juzgados, que forzaban leyes e inventaban delitos, por simple hecho de complacer al gobierno que los había nombrado, y que lo hacían, con toga o sin ella, con el mismo disfrute por el sufrimiento de los demás que la policía que ya les había precedido con un comportamiento similar. A veces, no podían ni ocultar aquel sonrisa cínica de quien sabe que todas le ponen, porque no ignoraban que la ley eran ellos y la hacían marchar tal y como más les convenía. Y aparecían posibles penas en los medios de comunicación, cuando ni siquiera habían tomado declaración a los detenidos o citados a comparecer. Les ayudó también y mucho, en aquella indignidad, el silencio cómplice de la Organización para la Unidad Africana ante las medidas represivas promovidas por el partido gubernamental más corrupto de todo el continente africano.

Entonces, gente civil, cargos políticos ministeriales del partido gobernante allí y que, en el país entonces sometido, sólo obtenía el 2,9% de los votos, eran los que dieron las órdenes de actuar como lo hizo su policía. El jefe de la otra policía, en cambio, considerado un profesional responsable y eficiente en muchos países por la intervención del cuerpo que dirigía durante los ataques terroristas ocurridos en el país, fue apartado del mando y acusado de delitos ficticios, quizá porque esta policía fue mucho más profesional que la otra, la que vapuleó a la buena gente que sólo quería votar. Le acusaron de no haber enviado a sus subordinados a participar en el asalto armado a los colegios electorales y de no haber infringido ninguna baja entre la ciudadanía, dado que ninguno de los más de mil heridos lo fue por los agentes que él comandaba. En resumen, le acusaron de no haber sido bestia como los demás.

En aquellos años, por más increíble que ahora nos pueda parecer, había ministros que mentían en televisiones internacionales, muy conscientes del engaño, pero que, carentes de la más mínima conciencia ética o moral, continuaban promoviendo la falsedad para desacreditar a otro país ante el mundo. Ministros que hablaban satisfechos de lo mal les irían las cosas si los oprimidos no se comportaban, como pueblo, de la manera que ellos querían. Eran ministros que radicalizaban la opinión pública y usaban palabras que encubrían conceptos referidos a realidades inexistentes, que rompían la sociedad, que la dividían, que creaban malestar allí donde, antes, sólo había habido convivencia. Ministros que amenazaban, boicoteaban, recortaban, mentían y se comportaban como un verdadero matón de barrio, sabiendo como sabían que ellos tenían la fuerza y, por este motivo, ante tantos silencios clamorosos, intervenían las finanzas de ese país y suprimían su autogobierno. Ministros que se alegraban de las penalidades, estrecheces y dificultades de los gobernantes encarcelados o exiliados, y que hacían burla siempre que podían, sin ningún respeto por sus familiares y por aquellos que les habían votado. Ministros que, antes de empezar a hablar, ya ofendían con la mirada o la pose, resguardados, cobardemente, tras la impunidad de su legalidad. Gente miserable que sabía que contaba con el apoyo y la complicidad de los otros partidos de su país, con los que competía en nacionalismo, conociendo como conocía que lo grueso de la herencia de su dictadura anterior había sido muy repartido, política, social y territorialmente y, pues, que nadie les pasaría factura si las víctimas eran del país castigado.

En aquellos años, contaban con periodistas al servicio del Estado, de las mentiras del Estado, de los abusos del Estado, de la infamia del Estado, de los intereses del Estado, dispuestos a engañar, tergiversar y manipular tanto como fuera necesario, a cambio de mantener su cuota de pantalla, de antena o de suscripciones. Jefes de Estado que, sin ni mover una ceja, se permitían el lujo de hablar de democracia, cuando resulta que tenían un cargo que no había sido avalado por el voto de ningún ciudadano, porque nadie les había votado y nunca habían pasado por unas urnas que tanta alergia les provocaban. Fue aquella época, ya lejana, en que dañaron la política, torpedearon la justicia, ensuciaron el periodismo e hicieron saltar por los aires el clima de civilidad social que se vivía en la nación oprimida. En fin, décadas después se pudo ver cómo había muy buena gente, bellísimas personas, pero los dirigentes mencionados eran mala gente, malas personas, gente que se crecía agrediendo a los demás, a golpes de ley, a porrazos, a golpes de portada de periódico o de informativo. Visto con la perspectiva que da el tiempo, ahora ya nadie se pregunta por qué se acabaron independizando de aquel Estado que les oprimía, perseguía y estrangulaba, porque la respuesta es muy fácil de entender: no eran como ellos, ni querían serlo. Felizmente.

EL MÓN