Lengua que ignoran, lengua que odian

La atávica alergia a la diversidad, en el seno de amplios sectores de la sociedad española, se manifiesta más intensamente cuando hace referencia a la pluralidad lingüística en el interior de los territorios del Estado. De hecho, España no ha valorado nunca como una riqueza cultural, como un valor enormemente positivo, el plurilingüismo existente en el Estado, a pesar de la falsedad del artículo 3 de su Constitución donde, con un notable sentido del cinismo, se llega a asegurar, una vez dejado bien clara la imposición del español a todo el mundo, que “la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”. Día tras día, los hechos desmienten la Constitución y la incumplen de arriba abajo, más allá de la denigrante, referencia a las “modalidades lingüísticas”, por poco científica y por el desprecio que provoca. Porque, ¿qué coño es una ‘modalidad lingüística’, alguien nos lo podría explicar?

Cualquier lengua hablada en el interior de los territorios del Estado español que no sea la conocida aquí como castellana les molesta, les genera incomodidad, si no les provoca, directamente, irritación y un tirón casi natural hacia su persecución. Cualquier idioma que no sea el suyo les jode, no importa lo que diga la Constitución.

Asisten, impasibles, a la muerte lenta del asturiano y el aragonés, sin ningún reconocimiento de oficialidad lingüística, ni protección legal efectiva y no retórica o folclórica, y no hacen nada para revertir esta situación de extinción progresiva, como tampoco hay oficialidad lingüística del árabe o del amazigh en Ceuta y Melilla, respectivamente. Sin embargo, miles de personas, ciudadanos con DNI español, hablan diariamente estos idiomas, pero sin ningún tipo de cobertura pública digna de este nombre.

Es significativo que el occitano, denominado aranés en Arán, donde se habla, sea lengua oficial en toda Cataluña y no sólo en este valle, a pesar de ser empleado sólo por unos pocos miles de personas. Una circunstancia, ésta, la de tener tres lenguas oficiales en un mismo territorio, que tan sólo se produce también en Luxemburgo. Un gesto que honra a Cataluña, por más que el camino a recorrer antes sea aún muy largo, pero que, ahora, la aplicación del artículo 155 ha hecho saltar por los aires. Efectivamente, en la tarjeta censal que hemos recibido todos los electores, sólo aparecen dos lenguas (catalán y español) y no las tres que son oficiales aquí, ya que el occitano ha desaparecido por completo. Confío en que los responsables de la política lingüística de la Generalitat intervenida harán las gestiones pertinentes para que aquellos a los que tanto se llena la boca con el cumplimiento de la ley, simplemente, la cumplan y, el 21-D, las papeletas de voto ya sean trilingües, occitano incluido.

No me parece exagerar si digo que, de las otras lenguas oficiales en diferentes puntos del Estado (Catalán, gallego, vasco) es la nuestra la que más reacciones contrarias genera, no ya su uso, sino a su simple existencia, principalmente porque el catalán tiene una vida independiente en casi todos los ámbitos, donde no necesita la compañía de ningún otro idioma al que rendir el acatamiento de la subsidiariedad. España no ha tenido nunca al catalán, emocionalmente, como propio, y el desinterés de sus políticos para hablarlo -Iñigo Errejón es la excepción- es evidente. Ahora mismo, no hay ni uno solo de los que han aterrizado aquí, en plena campaña, a quien ni tan solo se le haya ocurrido decir media palabra en catalán. ¿Y por qué debería hacerlo, si sus correligionarios tampoco se lo piden? Ni el catalán es, para España, una lengua suya, ni la representa, ni se siente representada en ella, ni cabe allí. La actitud oficial española rechazando que J.M. Serrat la representara en el festival de Eurovisión, en 1968, lo explica bastante bien. Esto ocurría en pleno franquismo, es cierto. ¿Pero alguien cree que, ahora, medio siglo después, la situación sería diferente, en plena democracia constitucional, estado de derecho, etc., etc., etc.?

En todos los ámbitos centrales de las instituciones del Estado (Congreso, Senado, ejército, diplomacia, Casa Real, organismos judiciales) el catalán es inexistente. Es cierto que, a menudo, el rey emplea nuestra lengua en Cataluña y Mallorca -normalmente no lo hace en el País Valenciano-, pero nunca se le ha ocurrido usar el catalán en Madrid, o bien, por ejemplo, en el mensaje de Fin de Año. Justamente, la felicitación navideña de este año de la Zarzuela es bilingüe, sí, pero bilingüe español-inglés, idioma este segundo que no es oficial en ninguna parte del Estado español y que no es otra cosa que un gesto de cosmopolitismo cursi. Ya sabemos que hablan inglés, ¿pero por qué narices no usan las lenguas del Estado y sí una que no lo es, en vez de aquellas? De los presidentes del gobierno y los ministros que no son catalanohablantes ya no vale la pena ni hablar, con respecto a la hipotética utilización del idioma catalán. En Bélgica, por ejemplo, los reyes utilizan siempre el neerlandés y el francés cuando hablan para todo el Estado, pero sólo la lengua territorial cuando están en Flandes o Valonia, donde no hay más que un solo idioma oficial: el suyo. Aun así, el primer ministro belga, que es valón, se expresa también con fluidez en neerlandés, a pesar de no ser éste su idioma. Pero, ya se sabe que Bélgica es otra cosa…

La frase habitual que les sale del alma, al constatar el uso de nuestra lengua, es bastante ilustrativa: “¡Estamos en España!”. Y esto, a menudo, lo oímos en nuestro país mismo, en expresión típica de colonizador. Es decir, los conceptos “España” y “catalán” son incompatibles. El segundo no tiene ningún lugar reservado en el primero, aunque sea en un rincón en la última fila, porque todos los asientos ya hace siglos que están ocupados por otro idioma y no existe la más mínima intención de modificar esta situación. Pero, si el catalán no tiene lugar en España, he aquí una invitación magnífica a buscarnos otro lugar donde sí quepa nuestra lengua, con todos los derechos habituales de las lenguas nacionales en su territorio. Un estímulo más, pues, para no tener interés para continuar formando parte de España, de un Estado que no nos quiere, y sí por la independencia…

El último caso vivido estos días es suficientemente ilustrativo. Me refiero a la médica española que protesta porque para trabajar para la sanidad pública, en Ibiza, ¡tiene que saber catalán! Lo que esta persona con titulación universitaria pasa por alto es el hecho de que, en Lyon, debería saber francés, italiano en Milán e inglés en Liverpool. Pero, sobre todo, no debe tener presente que, por bueno que uno sea en su profesión, nadie podrá hacer de médico en Valladolid si no sabe español. Y no sólo en Valladolid sino, ¡ay!, también en Ibiza. La diferencia radica en el hecho de que un médico ibicenco sí podrá opositar a una plaza de médico en Valladolid porque sabe la lengua de donde aspira a trabajar y en la que se relacionará con sus pacientes y ella, en cambio, no puede decir lo mismo para trabajar en la isla. Así de sencillo, pero ya se ve cómo el supremacismo lingüístico español desborda ideologías y títulos universitarios.

En realidad, el dato oficial según el cual el 80% de los diputados del Congreso son monolingües, no saben más que una sola lengua, la suya, y desconocen cualquiera de las otras más de seis mil que se hablan en todo el mundo, es bastante ilustrativo de lo que digo. Muchos de ellos, además, exhiben su ignorancia idiomática sin ningún pudor, como una especie de gesto de afirmación patriótica española, de cuya incultura lingüística debe formar parte. Ver al presidente del gobierno español aislado de todo contacto natural con otros mandatarios en las reuniones internacionales -o bien acompañado siempre de traductor- o la normalidad con que se toma aquí que el ministro de Cultura, justamente, sea analfabeto en cuatro de las cinco lenguas oficiales en el Estado, forma parte de este paisaje de incultura. La campaña reciente por la uniformidad lingüística en todo el Estado español -es más comprensible llamarlo, directamente, contra el catalán-, capaz de reunir más de 30 mil firmas en cuestión de horas, nos recuerda el Dante y la entrada al infierno: “Dejad toda esperanza”. Porque no hay esperanza de cambio en un Estado donde la idea hegemónica del uniformismo no quiere ser modificada, ni cuestionados sus postulados asimiladores, abiertamente, incluso para aquellos que todavía tienen la osadía de reclamarse de izquierdas o que aseguran representar las fuerzas del cambio. ¿Cambio? ¿Pero de qué cambio nos hablan?

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