Víctimas y verdugos

Julian Assange tocó muy tierno, este domingo, en un tuit que comparaba las portadas de los diarios de Madrid y Barcelona, después de la multitudinaria manifestación del sábado a favor de la liberación de los presos políticos. También podría haber puesto en relación la cobertura que hizo TVE con la de las grandes televisiones internacionales o la misma TV3.

Como ha pasado en otras épocas, la razón de Estado se ha apoderado del periodismo a medida que la política catalana ha ido poniendo en peligro la unidad de España. La poética fotografía que The Guardian publicó en portada al día siguiente de la manifestación también daba, por contraste, una idea del papel que juegan los diarios en el proceso de independencia.

Como venía a decir Assange en su tuit, ningún país está en condiciones de resolver los problemas que sus periodistas son incapaces de reconocer o de tratar. En su libro sobre la opinión pública, Walter Lippmann ya explicó cómo los tópicos que derraman los diarios tan pronto pueden servir para conducir el debate social como también para envenenar la realidad hasta convertirla en una tormenta caótica y devastadora.

Aunque, en la capital de España, la presión del poder se nota más que en Barcelona, la prensa catalana no es mejor que la prensa de Madrid. Si los diarios de aquí a veces parecen menos tóxicos y ofensivos es sólo porque son más provincianos. Quizás también —no digo que no— porque las derrotas han dado a Catalunya una tradición de disidencia que permite sobrevivir algunas voces inconformistas.

En el fondo, a pesar de lo que pueda sugerir Assange, los diarios de Madrid y Barcelona se retroalimentan bastante bien. Si la prensa de Madrid trabaja para negar la existencia de la nación catalana y para pintar el independentismo como un delirio de cuatro chalados, en Barcelona los diarios intentan convencer los lectores de que la independencia es imposible y que la única alternativa a sufrir un baño de sangre es trabajar y portarse bien para tener tranquilo el ogro español.

Cuando se produjo la remodelación del gobierno de Puigdemont, poco antes del referéndum, ya advertí a uno de los nuevos miembros con cartera que el objetivo no era hacer la independencia, sino utilizar a los nuevos consellers de cabeza de turco para volver a la llamada moderación. No es que tuviera información privilegiada, sencillamente he aprendido a leer la prensa y a ver cómo funciona el poder a través suyo.

Los diarios barceloneses no se recrearon en las imágenes de la manifestación del sábado porque sean más fiables que las cabeceras de Madrid, sino porque las fotografías de la manifestación eran fáciles de encajar en la cultura del miedo a que tienen la misión de socializar. Sin el imaginario que promueven los medios de comunicación no se entiende que una sola jueza haya estado más eficaz incluso que el tamborilero del Bruc, a la hora de desarbolar una declaración de independencia sostenida por dos millones y medio de personas.

Hace falta que las víctimas y los verdugos se hagan bien el juego. De lo contrario, con las preguntas que se podrían hacer estos días, costaría de entender porque algunos columnistas se entretienen escribiendo digresiones banales sobre la traición o vuelven a insistir con sermones sobre la convivencia mientras el camarero te dice, en castellano andaluz, que Puigdemont da pena y que la independencia la tendría que haber hecho a la CUP, que va de cara a barraca.

Suerte tiene el catalán corriente de poder acceder a Twitter y a los medios internacionales —incluidos los rusos que tanto odian en Madrid-. En Catalunya el pobre ciudadano vive sometido a una violencia emocional que a duras penas lo deja pensar bien, presionado como está por unos diarios que escarnecen todo lo que estima y por otros que lo intentan asustar con discursos, cínicos o lacrimógenos, que sacan rédito de las amenazas del Estado.

Igual que pasa con los partidos, la prensa se ha regenerado más lentamente que la sociedad y está dominada por la mentalidad de las vacas sagradas que construyeron su carrera sobre el convencimiento absoluto de que Catalunya formaría siempre parte de España. Si los grandes diarios de Madrid y Barcelona pierden tantos lectores es porque están dispuestos a decir o a justificar cualquier cosa con el fin de evitar la independencia. El problema es que, en el fondo, todo el mundo sabe o intuye que el periodismo se tiene que hacer contra el poder, y no contra las ideas.

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