Estado de derecho, elecciones, Bruselas

1. Estado de derecho socavado.

Muchos ciudadanos europeos y americanos asisten estupefactos estos días a unos comportamientos de las instituciones españolas que los libros de texto asocian a estados no democráticos. Derecha reaccionaria, monarquía autoritaria, cultura política dictatorial… Los nombres y adjetivos referidos al Estado español tienden a agotarse estos días en buena parte de los medios de comunicación internacionales. Y todo esto se da en el seno de una Unión Europea cansada, enferma, moralmente decepcionante.

En el frente judicial, las actuaciones de la fiscalía y de la Audiencia Nacional pasarán a los anales de las facultades universitarias como ejemplos de comportamientos que cualquier estado de derecho debe evitar. Por un lado, la “rebelión” no ha sido nunca un delito que se deba dirimir en la Audiencia Nacional. Además, la fiscalía y la juez Lamela han prácticamente inventado los delitos aplicados al caso de los consejeros del Gobierno y los presidentes de la ANC y Òmnium, estableciendo que ha habido “violencia” en los hechos, contra cualquier evidencia empírica. Lo han hecho forzando hasta el extremo la interpretación de los artículos y conceptos incluidos en el Código Penal.

Por otro lado, es conocido que la “prisión preventiva” ha sido calificada en sentencias previas por el mismo Tribunal Constitucional como una medida de carácter excepcional, excepto cuando hay riesgos contrastados de fuga, peligro de destrucción de pruebas o de reiteración delictiva, unas circunstancias que deben ser explícitamente justificadas en la decisión judicial. No ha sido así. No se ha justificado prácticamente nada. Además, la Audiencia se ha comportado con estilos denigradores de la dignidad de los encausados. Y lo ha hecho tanto en relación a cuestiones de procedimiento -negando incluso el tiempo requerido para la preparación de las defensas- como en relación a las cuestiones sustantivas -decidiendo en términos condenatorios apriorísticos-. Una serie de arbitrariedades que socavan el estado de derecho. En una democracia avanzada tanto esta juez como el fiscal general del Estado podrían ser juzgados por prevaricación. El Tribunal Supremo ha corregido el disparo en el caso de los miembros de la mesa del Parlamento, poniendo pausa, más racionalidad jurídica y marcando el camino del futuro judicial a seguir.

En el caso de la fiscalía y de la Audiencia, en cambio, estamos hablando de una auténtica vergüenza para cualquier democracia occidental. Estamos hablando del carácter moribundo del estado de derecho español a partir de un nuevo indicador que se añade a: 1) el uso desacomplejado de las cloacas del Estado contra políticos e instituciones catalanas; 2) unos índices de corrupción del partido gobernante que no tienen paralelo en Europa; 3) un importante fraude fiscal descaradamente tolerado; 4) una notoria falta de separación de poderes, y 5) una erosión de la seguridad jurídica. El estado de derecho español se ha ido dinamitando con detonadores autoritarios. Y seguramente la situación aún no ha tocado fondo. España negra.

Decir que la unidad de España es la base del estado de derecho, como afirmó el presidente del Tribunal Supremo, equivale a intentar vestir con una Constitución democrática una armadura autoritaria medieval. Esta última acaba siempre desgarrando el traje constitucional.

 

2. Elecciones y Bruselas.

Creo que la decisión del presidente Puigdemont y de parte del gobierno de la Generalitat de marchar a Bruselas ha sido un acierto político de primer orden. Resulta difícil vivir contra uno mismo. Una vez convocadas inesperadamente las elecciones del 21-D por parte del gobierno central, desmintiéndose a él mismo de lo que había dicho pocas horas antes -parece que siguiendo presiones europeas-, la presencia del presidente y de los cuatro consejeros en Bélgica permite que se puedan defender con garantías, así como profundizar la internacionalización del conflicto dejando disminuida la justicia española. Además, se trata de una decisión que preserva la cohesión del movimiento independentista (que habría quedado destrozada en caso de que hubiera sido el presidente de la Generalitat quien hubiera convocado elecciones) y mantiene -como mínimo, de momento- el liderazgo del Proceso fuera del alcance del Estado español, mientras que profundiza la tensión política en la escena internacional.

“A pesar de que hayamos perdido el gusto por las profecías -decía Raymond Aron-, no podemos olvidar el deber de las esperanzas”. Es probable que los resultados electorales de diciembre no difieran sustancialmente de la composición del Parlamento anterior. Parece poco plausible que se forme un gobierno de la Generalitat de carácter españolista-unionista. De esta manera, obtengan o no la mayoría de escaños las fuerzas independentistas estrictas, el mensaje dado al exterior es que las elecciones no habrán servido de mucho y que se han de hacer otras cosas. En ausencia de una estrategia de acuerdos políticos, puede hacerse evidente el fracaso de la estrategia judicial y represiva impulsada desde la Moncloa.

En conclusión, el proceso político de Cataluña mantiene las expectativas. Y la solidaridad con los consejeros y activistas encarcelados galvaniza la cohesión entre los actores y ciudadanos opuestos a las derivas autoritarias del Estado español, mientras el panorama internacional (medios de comunicación, parlamentarios, algunas instituciones, etc.) va experimentando un aumento de la solidaridad con la causa catalana. Si la defensa del bloque independentista y de los comunes en favor de los valores democráticos se mantiene coherente y firme, creo que el Estado español tiene la batalla perdida en los términos autoritarios y no políticos en que la ha planteado. Próxima parada, las elecciones del 21 de diciembre. Los proyectos de las esperanzas pueden ser más fuertes que las imposiciones autoritarias. Todo está abierto.

ARA