Cuando se sepa la verdad

No sé si algún día se sabrá la verdad. Porque el desencuentro, el choque y la más que previsible se­cesión de Catalunya tienen mucho que ver con no habernos dicho toda la verdad los unos a los otros. O no haberla querido escuchar. Por eso empeñarse en mentir es ahora la única manera de disimular el engaño. Es y será trabajo de los historiadores valorar si se trataba de mentiras piadosas, de imposturas malintencionadas o de engaños necesarios para la supervivencia de unos y otros. O de todo un poco.

Reconozco que los engaños han sido mutuos, sí, pero eso no quiere decir que hayan sido simétricos o igual de culpables. Quien ha tenido más poder ha engañado más. Y en cualquier caso creo que sí se puede afirmar que este último tramo del “problema catalán” –que en realidad es el gran y hasta ahora no resuelto problema español– ha sido el de un camino seguido en un sentido inverso por cada parte. En Catalunya, con el fracaso de la reforma estatutaria del 2006 que el Tribunal Constitucional certificó en el 2010, se abrieron los ojos ante el pacto-trampa constitucional de 1978. Se acababa el tiempo de la “conllevancia” sostenida por la ignorancia mutua y consentida de las respectivas infidelidades. En sentido contrario, en España el poder se refugió en una espiral de mentiras sobre la naturaleza de la revuelta catalana para disimular su ­responsabilidad en aquel desengaño. Sería inacabable la relación de todos los que han estado haciendo predicciones erróneas sobre el suflé soberanista, supuestamente resultado de la manipulación de sus líderes. De los errores tácticos del Gobierno de Rajoy son muy culpables estos análisis más dirigidos a disimular desaciertos anteriores que a entender la cruda naturaleza del conflicto.

Sería falso decir que no ha habido quien ha intentado aproximar las miradas y hacer ­posible el reconocimiento del problema. El presidente José Montilla ya lo advirtió muy al inicio, en noviembre del 2007. Ni caso. Lo repitió el editorial conjunto de la prensa catalana en noviembre del 2009. Sin respuesta. Y todavía acudió el presidente Artur Mas en septiembre del 2012 con una tímida oferta de pacto fiscal como última oportunidad –quizás también la última mentira piadosa– para estirar la “conllevancia”. Por no citar advertencias tan diversas, desde dentro y desde fuera de Catalunya, de los López Burniol, Puigverd, Gabilondo, De Toro, Cotarelo, Pérez Royo, Martín Pallín…

Alguien dirá que la situación actual contiene más verdad que en cualquier época pasada. Y es cierto, vista la naturaleza descarnada de la actual relación mutua. El Estado es­pañol, en estos últimos diez años, ha revelado la verdad de sus intenciones a los catalanes. Y la mayoría que ahora gobierna Catalunya, siguiendo el mandato democrático conseguido el 27-S, ha confesado las suyas al Estado. Pero la gran diferencia, desde mi punto de vista, está en cómo son tratados sus propios ciudadanos por cada parte. Govern y Parlament catalanes van a cara descubierta. Nadie podrá decir que no se han arriesgado poniendo todas las cartas sobre la mesa. En cambio, el Estado sigue engañando a los españoles. Sobre la inexistente violencia en la calle. Sobre la manipulación de los medios de comunicación públicos catalanes, el sesgo de los cuales –si lo hay– es infinitamente menor que el de cualquier otro medio español. Sobre el perverso supuesto de la utilización de menores. Sobre unos líderes que habrían enloquecido. Sobre la acusación por un pensamiento único y las falsas persecuciones personales contra los que se resisten. Sobre la naturaleza “tumultuosa” de las movilizaciones para justificar la acusación de sedición… Ahora mismo, tratar de manera igual las dos partes es miserable. Se puede estar completamente en contra de la in­dependencia, pero no tendría que ser necesario mentir sobre qué pasa en Catalunya. Deberían bastar los argumentos.

¿Y cuál es el gran obstáculo ahora mismo? Pues que decir la verdad sobre la revuelta catalana significaría revelar la verdad sobre la actuación del Estado en Catalunya. Que decir la verdad sobre la magnitud de la desafección de Catalunya hacia España obligaría a reconocer que se han ocultado las causas y la profundidad de esta ruptura emocional. El Estado y sus aparatos de propaganda se han parapetado en un callejón que no tiene otra salida que ­ganar por 10 a 0. Buscar un diálogo aceptable con Catalunya significaría ­reconocer la dignidad política que le ha sido negada. El premio Nobel de la Paz Desmond Tutu ya advertía que hay que tener cuidado con lo que se dice del adversario porque la paz siempre se hace con el enemigo. Y después de cómo se ha demonizado la revuelta catalana en España, ¿cómo uno puede sentarse a hablar sin exigir una rendición previa y sin condiciones que nunca va a llegar?

Se ha dicho y repetido que la revuelta ca­talana despreciaba a la ley. Pepe Beunza, el gran luchador no violento por la abolición del servicio militar obligatorio, lo ha dicho bien claro: “Nadie estima tanto la ley como aquel que está dispuesto a ir a prisión para hacerla más justa”. ¿Quién es el valiente que querrá contar a los españoles de buena fe que han sido engañados sobre lo que ha pasado en Catalunya?

LA VANGUARDIA