Shostakóvich, la otra revolución rusa

Antoni Batista considera el gran músico ruso el cuarto compositor más importante de la historia después de Bach, Mozart y Beethoven. Comprometido a fondo con la Revolución, escribió la ‘Sinfonía Leningrado’, que se estrenó en pleno asedio de los nazis a la ciudad rusa, y también la ‘Sinfonía núm. 13’ contra el genocidio judío

Tomando como base las estadísticas de interpretaciones y grabaciones, así como el análisis musical más prevalente, se podría convenir que Bach, Mozart y Beethoven son los tres compositores más importantes de la historia de la música. El teólogo Karl Barth escribió en su código de barras que los ángeles cuando tocaban para Dios tocaban Bach, y cuando tocaban para ellos tocaban Mozart. Para redondear la especulación infinita, me permito añadir que cuando tocan para la humanidad tocan Beethoven.

El problema es el cuarto. Bach, Mozart, Beethoven, ¿y quién más? La respuesta abre un abanico estadístico de probabilidades, en función de culturas, gustos, momentos… El cuarto, además, puede ser mutable, no es inamovible. Cuando leí partituras de piano con una cierta escuela, mi cuarto fue Chopin, que además de nuestros cantos reivindicaba a Polonia en el teclado, ni más ni menos que mi «desgraciada patria», que años después inmortalizaría el sentido del humor de Lucas, Novell, Soler… la densidad sinfónica me designó un cuarto, Gustav Mahler, que extendía a pentagramas el psicoanálisis de su médico Freud.

Pero finalmente he encontrado el cuarto que doy por definitivo: Dmitri Shostakóvich. Tiene un catálogo largo y amplio, toca diferentes géneros que pueden ir desde complejidades tonales inescrutables hasta recreaciones que mejoran las músicas populares que las inspiran, como las suites de jazz y su popularísimo ‘The second waltz’, que Luchino Visconti hace bailar a Burt Lancaster y Claudia Cardinale en Il gatopardo, y Stanley Kubrick a Tom Cruise y Nicole Kidman en ‘Eyes wide shut’.

Cuando se adentra en las profundidades de las emociones, es, sin embargo, cuando encontramos la cuarta dimensión en estado puro. La Sinfonía núm. 7, op. 60 lleva el sobrenombre de ‘Leningrado’ porque es realmente el mejor retrato del asedio de los nazis sobre la capital báltica, entre el 1941 y el 1944: novecientos días de bombardeo, francotiradores, pero sobre todo hambre, epidemias, la muerte al por mayor. En el museo que recuerda aquellos días de sufrimientos y heroicidades, me impresionó el trozo de pan de doscientos gramos, más negro que el de Teixidor, que un racionamiento escaso destinaba a una persona para todo un día.

Aquella sinfonía fue interpretada en pleno asedio, en el desarbolado auditorio de la Filarmónica, en medio de lo que hoy es San Petersburgo, y fue retransmitida a la ciudad y a las líneas del frente para animar unas calles sin sonido, sólo con el ruido terrible de la guerra. ¡Los alemanes disparaban los altavoces! Era el día 9 de agosto de 1942. Hoy el auditorio se adorna con el nombre del compositor, y una estatua de bronce en el hall permite que te puedas fotografiar con aquel músico comprometido, que no admitieron al ejército por unas gafas de culo de vaso pero que se alistó a los bomberos voluntarios porque se exigía un compromiso aún más alto que el de su arte altísimo.

La sensibilidad de Shostakóvich contra la flagrante injusticia universal del nazismo le llevó a escribir contra el genocidio, plasmado en el episodio de Baby Yard, el barranco de las afueras de Kiev donde las SS asesinaron 30.771 judíos. Sobre un poema de Yevgueni Yevtushenko (por desgracia muerto en abril pasado), lo evoca en la Sinfonía núm. 13, op. 115 , que también lleva el topónimo como epígrafe.

El estreno de la obra, en 1962 en Moscú, incomodó a las autoridades soviéticas porque también era una denuncia de la pasividad que el estalinismo mostró ante la ocupación de Ucrania y los pogromos. La burocracia comunista no se lo puso fácil a Shostakovich, a lo largo de su vida, que transcurría entre premios y citaciones a declarar, castigos a familiares y amigos y censuras. Pero de aquella situación contradictoria crece la enormidad de su obra.

Shostakóvich se sitúa en el tiempo en que la música cuestiona su lenguaje, y a veces buscando un lenguaje nuevo el empirismo iba en detrimento de la comunicación. Los creadores rusos debían debatir entre la modernidad que les pedía atrevimiento y el realismo socialista que les exigía un arte divulgativo. Serguei Prokófiev, que tiene también su estatua de bronce en Moscú, saludó la Revolución con una Sinfonía núm. 1, op. 25, llamada ‘Clásica’ , estrenada el 20 de septiembre de 1917, treinta y cinco días antes de la toma del Palacio de Invierno.

Aquella sinfonía, ciertamente preciosa, podría ser la última de Haydn y anticipaba el neoclasicismo arquitectónico de los rascacielos de Stalin. Prokofiev y Shostakovich fueron, sin embargo, mucho más adelante y superaron la fotocopia con creces. Del equilibrio creativo entre la abstracción expresionista y el clasicismo surge una obra absolutamente original.

Estamos en el centenario de la Revolución de Octubre. San Petersburgo luce reluciente preparándose para el Mundial de fútbol del año próximo, el consumismo se ha zampado el comunismo como si sólo fuera una jugada del Scrabble. Pero en la tienda especializada del auditorio Shostakóvich no tienen la Sinfonía Leningrado en CD, ni siquiera las versiones de la orquesta titular que dirige desde hace treinta años el mítico Yuri Temirkanov.

ARA