Sobre el ser del no-ser navarro

El ser del no ser traído de la mano del debate que da apriorísticamente por superada la realidad ontológica de la entidad nacional que fuera marcado por las contrapuestas vías para la residual disolución de los elementos embrionarios que otrora le dieran el propio ser de su existencia. Así Navarra/Nafarroa es porque lo ha sido, y si no fuera por este hecho no sería. Nadie niega el estatus de su entidad pasada, aunque los esfuerzos desde una de las opciones que median en su disolución han sido y serán siempre aquel de minusvalorarlo. Lo que haya de ser en todo momento no es ni más ni menos el continuo de lo que está siendo: fundamentalmente el lugar donde el tira y afloja de una nueva realidad emergente y de otra más decadente miden sus fuerzas por el dominio sobre un espacio territorial e imaginario cuyo centro antes que en ninguna otra parte encuéntrese en la mente y, por ende, conciencia de cada uno de sus habitantes, así como en su sentir. Y el error de ambas fuerzas en pugna es no asumir la natural premisa de lo anterior. Si bien uno quisiera que ganara, al menos moralmente, la oferta que más respete esta autonomía no gregaria para con los individuos. Lo contrario siempre constituirá un error posibilitando la reversión, en tiempo dado, del acontecimiento por el que un colectivo se ha visto obligado a aparentar ser otra cosa muy diferente de la que onto-genesíacamente fuera.

Por poner un ejemplo, el que se haya sido euskaldún, como condición de la vasquidad de uno, no significa que ahora se sea, pero tampoco en que en un futuro se vuelva, o no, a ser. Ello implica la decisión y voluntad de cada cual, y en todo caso la exigencia para contar con los medios necesarios para su aprendizaje. Y en esto coincido con Xabier Zabaltza en la cuestión de que ya está bien del eterno lamento sobre lo que nos han arrebatado cuando contamos con instrumentos adecuados para su recuperación. Ahora bien, deberemos ser conscientes del hecho de que en otros casos nacionales, no tan lejanos ni en tiempo ni en distancia, el mero recuerdo de la existencia in illo témpore de una lengua propia ha obrado el milagro de la concienciación sin que necesariamente se haya dado su recuperación. Y no se malentienda lo que aquí quiero decir, pues aunque el euskera hubiera desaparecido del todo el conocimiento de su existencia constituiría por sí mismo factor reminiscente, en la platónica acepción dada por el fenomenólogo Jean Louis Chrétien cuando afirma que “el camino de la reminiscencia […] comienza por el vacío y la desposesión y no por la acumulación de recuerdos reencontrados o reconquistados”.

Otro tanto ocurre con cada uno de los conceptos del esencialismo con los que, se dice, cuenta el entramado nacional y estatista del signo que sea, español, francés, vasco o navarro, si es que en la manifiesta oscilación del surgir y resurgir de los mismos tuvieran lugar en su temporaria evolución. Razón por la cual en su día el filósofo Josetxo Beriain, escribiendo sobre este particular, desde una opinión que ciertamente propende a superar la visión maniquea del considerarnos rehenes de unos u otros, contemplara la necesidad de que: “ toda sociedad precisa tener una idea sobre sí misma, pero esta autorrepresentación existe en medio de otras autorrepresentaciones”. Representaciones que para la conciencia colectiva necesariamente habrán de derivar en la importancia del denominado reconocimiento siquiera tal como fuera concebido por una gran personalidad de la estética como Oteiza, superando el ámbito idiomático -que nunca como ahora constituyera un factor decisivo para la cuestión nacional-, radicado en una arquetípica figura formal, el círculo, que desde la visión local hace “observar cómo el concepto crómlech viene a ser un reductor fenomenológico de la razón vital […] como aislamiento metafísico previo de una conciencia religiosa o íntima de la libertad y de su proyecto en la existencia.” Todo una propuesta desde el “arte como síntesis de identidad no objetiva” (Sánchez Ortiz de Urbina) en la cual importa el hombre, su espiritualidad, como base y paso previo de la empresa nacional.

Convendría recordar aquí cómo para el filósofo Andrés Ortiz-Osés estamos constituidos simultáneamente por tres identidades, cuales son la arquetípica (a la que obedecería, en nuestro ejemplo, la mitificadora oteiziana afirmación basada en la concepción reminiscente de Platón al estilo de la señalada por Chrétien), la típica (o más bien instrumental en la que nuestra vida se desenvuelve) y la simbólica (circular para lo trascendente y lineal en lo inmanente de nuestra cultura dicotómica y dual a caballo entre los mundos de lo esotérico y de lo exotérico, de lo sagrado y de lo profano). Pues lo real no deja de ser, en tantas ocasiones, sino mero fruto derivado en buena medida de aquello que se imagina. Y para superar el presente tendremos que reiniciar nuestra andadura desde la coniunctiva visión a la vez arque-típica y simbólica.

Así, al menos fenomenológicamente, el nacionalismo adoptaría las tesis de la narración desde la óptica de la construcción de primera persona del plural de un yo colectivo; es decir, un nosotros; siendo imprescindible tomar en consideración, primero, que “los humanos nacemos y nos criamos por otros que ya actúan y perciben en el mundo”. Lo que da pie a contar y recrear historias que acaban siendo ideología constitutiva de lo que en buena medida consideramos lo tradicional, por muy novedoso que aparente ser lo que sea que venga después, puesto que toda innovación indefectiblemente requiere estar arraigada en cuestiones reminiscentes. Y a ello tal vez se deba la advertencia dada por Odo Marquard al aseverar el que: “La sobrecarga de innovaciones debe ser compensada mediante la cultura de la continuidad. El futuro necesita del pasado”. La tradición cumple de esta manera con el papel asignado, ya que “aprendo de otros lo que es normal y, por lo tanto, comparto una tradición común que se retrotrae a un oscuro pasado a través de una cadena de generaciones. La normalidad se refleja en un conjunto de normas fijadas por una tradición”.

No obstante, no existiría el problema si en el fondo y trasunto del mismo diéramos con la respuesta certera sobre el autoconocimiento y el conocimiento de aquel que no es del todo igual a mí pero tiene un modo de comportarse similar; es decir, todo ser humano con el que poder compartir y participar del proyecto vivencial comunitario. Lo que nos une es el ser de lo humano y lo que nos complementa en la diferencia es la adscripción a una variedad cultural del mismo. Entenderlo es dar con la clave de bóveda de toda empresa constructiva que obre mediante el fenómeno cultural.

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