El arte, entre el placer y el conocimiento

Una extraña convicción relaciona el arte y la experiencia que tenemos, como receptores, con el placer y el gusto. Pero esto, en realidad, es un fenómeno reciente, que bien podría ubicarse en el siglo XVIII, que algunos, como George Dickie, han llamado el siglo del gusto, debido a la irrupción, en la experiencia estética, de una nueva dimensión: la experiencia subjetiva del gusto, capaz de determinar el valor de una obra en función de si nos gusta o no. Agustín de Hipona se formuló, en el siglo IV, una pregunta fundamental: ¿las cosas son bellas porque nos gustan o nos gustan porque son bellas? Él, como cualquiera de los antiguos, no tenía duda: las cosas nos gustan, subjetivamente, porque objetivamente son bellas. El placer que somos capaces de sentir cuando contemplamos una obra es, según piensa, secundario y derivado de las propiedades objetivas de la obra. En el siglo XVIII, sin embargo, y a partir de entonces de manera generalizada, el placer que podemos sentir ante una obra es lo que determina su belleza. Por ello, a partir de entonces, el gusto tendrá tanta importancia.

La experiencia de Händel en Londres es un ejemplo magnífico para descubrir el terremoto que sacudió la cultura europea. Sólo hay que comparar, por poner dos ejemplos, su partitura de ‘Partenope’, estrenada en Kings Theater de Londres en 1730, y la del ‘Mesías’, estrenado en Dublín el 1742. Partenope es una ópera de tema histórico-mitológico y cantada en italiano. El Mesías, sin embargo, es un oratorio, de tema religioso y cantado en inglés, con un texto de Charles Jennens. Desde el punto de vista estrictamente objetivo, es difícil para un oyente común distinguir musicalmente las páginas de las dos obras: hay arias que podrían ser intercambiables, ya que tienen características que las hacen muy parecidas. ¿Dónde está, pues, fundamentalmente, su diferencia? No en lo que objetivamente son, sino en cómo fueron escuchadas y recibidas en su día.

Porque Händel, a partir del 1735, fue abandonando progresivamente el italiano, como texto de sus partituras, en beneficio del inglés, de forma paralela al abandono correlativo de la ópera por el oratorio y los temas históricos y mitológicos por los de inspiración bíblica. Y es que el rígido puritanismo del público inglés, en la década de los años treinta, comenzó a oponerse a los temas laicos en música y al uso de las lenguas extranjeras para los dramas musicales. Cuando se estrenó el ‘Mesías’, el obispo de Elphin hizo un elogio que golpeó a Händel: le vaticinó que esta obra «agradará a todos aquellos que tengan oídos para escuchar, tanto sean entendidos como si no». Gustará a los que la escuchen, les producirá placer: esta es la novedad. Y el gusto y el placer, a partir de entonces, será un criterio distintivo, casi en exclusiva, del valor de una obra.

Pero el arte, desde sus orígenes, como hoy ya se nos vuelve a revelar de forma muy clara, no tiene que ver sólo con el placer y con el gusto, sino también con el conocimiento. Quizás el arte de nuestro tiempo, sobre todo después de 1945, ha tomado una muy profunda conciencia de que no es, ni puede ser, sólo un instrumento del placer y del gusto, sino también una forma, me atrevería a decir que privilegiada, de conocimiento: porque nos permite conocer algo sobre nosotros y sobre el mundo de una manera que sólo al arte le es permitida, y con una extraña intensidad que puede producirnos placer pero también, a veces, estremecernos. Por eso, hoy, ante las obras de nuestros artistas, la cuestión fundamental ya no es si nos gustan o no, como si se tratara de un plato de cocina, sino, más bien, qué nos permiten conocer y sobre qué nos hacen pensar.

ARA