Pikoketa. 80 años

En la madrugada del 11 de agosto de 1936 se produjo un acontecimiento que causó gran conmoción en el pueblo de Irun: el fusilamiento, el asesinato, de una veintena de jóvenes, en el caserío de Pikoketa. Se trataba de milicianos republicanos que habían acudido a ese enclave para defender Irun frente a las tropas fascistas sublevadas, que llegaban desde Lesaca por el collado de Aritxulegui hasta Oiartzun, donde se estaban agrupando antes de efectuar el ataque a la ciudad fronteriza. Los milicianos, a los que se habían sumado algunos carabineros, intentaban dificultar ese paso, hostigando su marcha con disparos lejanos desde el monte, desde varias posiciones en las Peñas de Aya, y desde la loma de Pikoketa. Esa fatídica madrugada, en una noche con un tiempo terrible pese a correr el mes de agosto, con una lluvia intensa y una niebla muy densa; una columna franquista tomó por sorpresa el caserío, hizo prisioneros a todos los defensores, y horas después, por orden del coronel Beorlegui, los fusiló a todos. Dieciocho personas. Sin juicio alguno.

En una noche con un tiempo terrible, una columna franquista tomó por sorpresa el caserío, hizo prisioneros a todos los defensores, y horas después, por orden del coronel Beorlegui, los fusiló a todos. Dieciocho personas. Sin juicio alguno.

Causó gran conmoción en Irun, de donde provenían la mayoría de los milicianos; seguramente porque se vivían los primeros días de la guerra, y esta aún no había mostrado su crueldad; no se tenía aún experiencia de ella, y esa fue la primera gota, el primer ejemplo dramático de lo que traería después. La conmoción se multiplicó por la juventud de los asesinados, la mayoría miembros de la juventud comunista irunesa, con edades comprendidas entre 17 y 20 años; y el impacto emocional fue aún mayor por la presencia de dos chicas, de 16 y 17 años entre los milicianos asesinados, Mercedes López y Pilar Vallés. Hubo varios supervivientes, algunos que consiguieron huir en el primer momento del asalto, como Arozena; y otro que se escondió en un matorral, tapado con unas mantas, y lo oyó todo, Alejandro Colina, hasta que pudo escapar y contarlo en Irun.

El hecho quedó muy marcado en la memoria popular antifranquista irunesa; y por ello, bajo la dictadura, constituyó un secreto a voces. Nada había en la campa donde reposaban, ninguna señal, pero todos los militantes, todos los iruneses a quienes algún hilo los conectaba con la lucha por la República, con su historia, sabía que allí estaba su fosa común. Y en cada visita al lugar, no faltaba una mirada de dolor, una mirada clandestina de justicia, hacia aquel robledal que los cobijaba. Cuando en 1978 la débil democracia parecía asentarse sin retorno, los familiares de los asesinados no dudaron en agruparse, para dar con la fosa de los suyos, para rendirles un homenaje, más de 40 años después, y dar dignidad a su memoria. ¡Qué su nombre no se borre de la historia!, proclamaban los familiares de las muchachas fusiladas en Madrid, conocidas como “las 13 rosas”; con el mismo espíritu de reivindicar su nombre, su participación en la construcción de la incipiente democracia, los familiares acometieron su búsqueda, excavando en el sitio, con picos y palas, hasta dar con la fosa. Allí aparecieron los huesos, monedas, ropas, los zapatos de las chicas. Y el ayuntamiento de Irun cedió un panteón en su cementerio, donde depositar los huesos y rendirles honor. Seguramente fue una de las primeras fosas del franquismo exhumadas, sino la primera. En el lugar donde fueron fusilados, años después de ese 1978, se instaló un pequeño monumento. En él, y en el panteón del cementerio irunés, figuran inscritos los nombres de catorce asesinados, aunque una investigación posterior permite saber que fueron dieciocho los fusilados. Es difícil saber quiénes serían esos cuatro muertos anónimos; porque en esos primeros días de la guerra, las defensas republicanas se componían sobre la base de la voluntariedad, es decir, cada uno iba a luchar allá donde quería, o casi. Para ayudar a la República, en esos primeros momentos de la contienda, habían llegado a Irun, sin alistamiento alguno, casi un centenar de extranjeros, italianos, franceses, polacos, belgas, y de otros países; y, como relata algún superviviente, nadie, ni sus familias, sabían que habían venido a Irun a combatir; lo mismo ocurrió con mineros asturianos, que acudieron en el primer momento a la ciudad fronteriza para prestar su apoyo frente al fascismo; nadie sabía dónde estaban, dónde estaba cada uno. Puede que alguno de ellos estuviera en Pikoketa, y fuera alguno de esos cuatro anónimos que completarían la lista de los 18, pero nunca lo sabremos, es imposible. Pero, igual que los jovencísimos milicianos, que los carabineros que cumplieron con su deber, ellos, que permanecieron también largos años en el olvido, merecen formar parte de nuestra memoria.

Y este agosto de 2016, cuando se han cumplido 80 años de aquella matanza, es una fecha hermosa para recordar a quienes dieron su vida en Pikoketa por defender la libertad, una libertad nueva y desconocida que traía la joven República española, y que se vio asesinada como ellos, por los mismos verdugos. Una fecha hermosa, redonda, y también necesaria, porque es necesario recordarlos y sentir en ellos el valor del ejemplo, de los ideales, de la entrega, de la defensa inquebrantable de la libertad que ellos protagonizaron.

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