Teleología de un mundo-tierra

(Dedicado a Luis Beguiristain, con afecto y devoción)

Telos es la palabra con la cual los griegos describían, componiéndolo, todo el mundo conceptual de los fines. Y ya se sabe, al menos desde Heidegger, que mundo es todo aquello universal que nos supera, frente al más prosaico y local concepto de tierra. El debate entre creacionistas y evolucionistas, por dar con un ejemplo, se reduce a una cuestión tan simple como la de determinar si somos intelectual o accidentalmente creados. En el primer caso, nuestra inteligencia se externaliza, es debida a un-Otro, mientras en el segundo obra por cierto grado de autonomía, por sí misma. Si por encima de nosotros existe una inteligencia superior en forma no determinada aún por la del hombre, o si la única inteligencia es la nuestra por conocida. En la historia del pensamiento esto último, sin embargo, no es nada nuevo. Y tampoco parece aportar nada novedoso ya que somos como somos y aún siéndolo no sabemos a ciencia cierta el modo en que funcionamos. Esfuerzo de introspección al que se debe toda actividad relacionada no sólo con el conocimiento sino del propio pensamiento. Introito de la postrera acción que nos define como aquel animal que mentalmente se adelanta al acontecimiento prospectivamente, con una o varias hipótesis, al menos desde el Pleistoceno según es afirmado por Denis Dutton. Y entre los nuestros, ha sido Carlos Castrodeza quien alertaba de la posibilidad, incluso, del riesgo de llegar a prescindir en un futuro próximo de la inteligencia como el recurso de la adaptación humana debido principalmente al papel desempeñado por los avances del hoy por hoy paradigmático mundo tecnocientífico, como así parece querer demostrarlo el penúltimo gran invento: el de la supuesta creación de la célula sintética por parte de Craig Venter.

Como Jean Marie Shaeffer (autor de El fin de la excepción humana), estos autores se apuntan de buena gana a la moda del naturalismo. Si bien matizando el hecho de que tener claros cuáles son nuestros orígenes genéticos y los procedimientos de adaptación empleados en el transcurso del tiempo por esa inteligencia intrínseca que obra en la naturaleza no significa que la tierra en la que venimos organizando nuestra acción cotidiana se encuentre libre de subjetividades y que la metodología científica constituya la única piedra angular sobre la que se asienten las soluciones a la multiplicidad de problemas generados por la arquitectónica de nuestros en general malogrados principios organizativos. Todo esfuerzo de la ciencia del espíritu, al menos desde Dilthey acá, y aun con anterioridad, tiene que ver con ello. Pero, y aunque para la ciencia la justificación de todo teleologismo cosmogónico (a la manera de la consabida volteriana aseveración de que si Dios no existiese habría que inventarlo), pueda estar superada, o simplemente deje de ser objeto de su propia finalidad (si es que se pueda afirmar que aun la tenga); no obstante, eso mismo signifique pueda aplicarse de la misma manera cuando tratamos, hoy como siempre en su interrogación, por el sentido del propio ser del ser que es, o deja de ser, que para el hombre y la humanidad ha constituido la sempiterna pregunta. Pues ya el idealismo kantiano nos adelantaba la conveniencia de contar con una autonomía del humano frente a la centralidad de la omnipotente pre-esencia de Dios. Por ello, en Bertrand Russell, para Kant es primordial: “Su principio de que cada hombre debe ser considerado como un fin en sí mismo es una forma de la doctrina de los derechos del hombre; y su amor a la libertad se muestra en su frase (tanto respecto de los niños como a los adultos) de que no puede haber nada más espantoso que el que las acciones de un hombre deban estar sometidas a la voluntad de otro”. Y si por ende esto mismo se puede aplicar para los principios por los que se rige la maquinaria del poder, ya no digamos nada qué será cuando este último se encuentra justificado en las insondables razones de esa otra entidad que nombramos acotándola bajo las múltiples formas derivadas de la deidad manifestando en sus excesos, como lo hace su odio hacia el hombre mismo.

Sea como fuere, Kant era plenamente consciente de ello e intentó salvar la situación mediante una argucia que le posibilitaba el así poder hacerlo, toda vez que desiderativamente esta presencia ausente de la divinidad parecía justificar tanto ayer como hoy formas de proceder del poder poco justificables. Por ello llama a utilizar la religión, sin negar sus derivaciones trascendentes, dentro de los límites de la razón, considerando trascendental: “todo conocimiento que no se ocupa de objetos, sino de nuestro modo de conocer objetos, en la medida que éste sea a priori”. “La filosofía trascendental es, desde el punto de vista del conocimiento, la estructura básica formal de todo aquello que pueda ser realidad para nosotros”, habrán de añadir los autores de una divulgativa, nada menos ni más, Historia de la filosofía desde la antigüedad hasta nuestros días, resumida en ciento veinte páginas. Y en ello consiste su metafísica.

Resumiendo, en Cinco lecciones de filosofía Xavier Zubiri afirma reducir todo su esfuerzo a la titánica labor de fundamentación de la filosofía como ciencia, hoy obviamente desestimada. Lo que no significa que la filosofía esté ausente en la ciencia y viceversa. Como vino a señalar el filósofo vasco, racionalismo y naturalismo encuentran un adecuado clímax de sospechosa complicidad en la filosofía del genio alemán.

Tal vez hoy en día todo esto nos suene excesivamente lejano y carente de interés. Resulta, no obstante, curioso, el cómo en algunas tesis biologicistas se ha recuperado una cierta presencia del pensamiento kantiano bien como justificación o refutación de las ideas mantenidas por creacionistas y partidarios del diseño inteligente cuyo finalismo último está abocado a servir al sujeto de su elección frente al canónico evolucionismo. Pero en nuestra situación presente quizás de lo que verdaderamente estemos necesitados sea, en definitiva, de un movimiento que cuente para salvar el mundo con la necesidad de conservar la Tierra, con o sin el apoyo de uno o varios dioses.

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