La memoria histórica excluyente sólo es propaganda

El manual del buen cosmopolita dice que el nacionalismo se cura viajando, como queriendo decir que esto del nacionalismo es algo de tribus ignorantes, de catalufos provincianos, porque todo el mundo sabe que en el mundo no existe el nacionalismo. Pues vamos, viajemos.

Visitamos Buenos Aires. Banderas argentinas por todas partes, los colores blanco y azul de la bandera en la etiqueta de la cerveza más popular… y una anécdota. Estamos en el puerto desde donde sale el ferry hacia Montevideo, la capital del Uruguay. Preguntamos cuánto vale el viaje y cuánto tiempo dura. La persona que nos atiende nos dice: «¿Pero por qué quieren ir allí, si es como esto pero en pequeño?». Hum, no sé si este viaje cura algo… Por cierto, cuando viajamos a un país por primera vez, intentamos visitar «el museo nacional», contenedores de arte que explican perfectamente el relato que cada país ha querido escribir sobre su historia; y de contextualizaciones, las justas. En el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, como de hecho en los museos equivalentes de otras capitales del mundo, conviven dos narraciones. Una es la artística, porque cada país tiene un artista simbolista, un impresionista, un cubista… La otra narración es histórica, y a mí me gusta mucho fijarme en las pinturas que cuentan la historia de cada país, sobre todo porque cada uno pinta la misa según le conviene. Por ejemplo, en Buenos Aires hay muchas pinturas de Cándido López dedicadas a la Guerra de la Triple Alianza, el conflicto que enfrentó a Paraguay con la coalición formada por Argentina, Brasil y Uruguay. Aunque no son pinturas especialmente épicas, el punto de vista es el argentino, claro. Ah, López pintó muchos de los cuadros a cambio del dinero que le dio el entonces presidente argentino Bartolomé Mitre, el general Mitre que tiene una ronda a su nombre en Barcelona. Así se asegura un relato determinado.

Visitamos Londres. El nomenclátor es pura exaltación nacional, en este caso imperial. Trafalgar Square. Banderas británicas por todas partes, orgullo nacional más bien rancio en los reclamos turísticos y un museo, el Británico, que básicamente explica que gracias a ellos, la gran nación imperial, porque si no todas estas maravillas no se conservarían. Grecia aún espera… Londres, la ciudad de los mil colores, tiene un motivo nacional en cada esquina. Es la capital de un Estado que no quiere saber nada de Europa. Curioso cosmopolitismo lo que se aprende viajando más allá del canal de la Mancha.

Visitamos Turquía. En Ankara, además del magnífico Museo de las Civilizaciones, está el mausoleo dedicado a Ataturk. Y en el museo anexo hay un todo de cuadros sobre la guerra entre turcos y griegos donde Ataturk forjó su leyenda. La visión del conflicto que dan estas pinturas podemos asegurar que no gustan nada a los griegos. Pero, eh, el nacionalismo se cura viajando, porque el mundo no es nacionalista.

Visitamos Berlín. Sí, de la Alemania actual se dice que ha neutralizado el nacionalismo. Bueno, tal vez utilizan otra palabra para describir la intensidad con que un grupo de berlineses seguía un partido amistoso entre las selecciones de Alemania e Inglaterra. ¿Rivalidad? Por cierto, banderas alemanas en algunas tiendas para marcar el límite que separa la parte alemana de la parte turca en algunos barrios. También pasamos un día en la Alte Nationalgalerie, salas y más salas con un montón de maravillas y también de pinturas como las de Christian Sell, que alaban las glorias prusianas; es decir, que documentan el nacimiento de una nación. Por cierto, en ninguno de estos museos nacionales de todo el mundo se intenta contextualizar algo más allá del relato oficial. Pero, recuerde, los nacionalistas somos los catalanes, a los que la historia reserva el lugar de los pérfidos o de los pagafantas.

Visitamos París, la capital de un Estado que considera que la patria es la lengua; pero sólo una, el francés. Arco de triunfo, monumentalidad nacionalista aquí y allá, banderas por todas partes, todo muy cosmopolita, y Juana de Arco como símbolo transversal de la izquierda y la derecha y de una guerra de significantes, porque a la doncella de Orleans tan pronto la saca a pasear el lepenismo como la oficialidad republicana. Cosas de Francia…

Visitamos Bruselas, una de las ciudades más singulares de Europa. Allí todavía están intentado averiguar cómo hay que revisar el pasado colonialista a la sombra del oneroso Palacio de la Justicia y de la estatua del rey Leopoldo II, el explotador a título personal del Congo. Bruselas es especial por muchas cosas y por muchas contradicciones. El dueño de un bar quiso atendernos en inglés, cualquier lengua menos el francés. Cosas de Bruselas…

Visitamos el norte de Italia, porque el auténtico paraíso europeo va de Turín a Venecia. Banderas italianas en todas partes, incluso en los manteles de los restaurantes. Subimos hasta Trento y más arriba, porque nos gusta caminar por la historia y la sociolingüística. El norte, el Alto Adigio, es Tirol del Sur, zona de habla y paisaje germanos, pero el Estado italiano pensó que era mejor que compartiera región administrativa con el Trentino, de habla italiana. La cosa se llama Trentino-Alto Adigio, y también es una imposición nacionalista, pero no al modo «separatista»; no sé si me explico.

Visitamos Budapest. Hungría exhibe las glorias nacionales con orgullo, sobre todo las culturales, porque es el país de Liszt, Bartók, Ligeti… Banderas aquí y allá, y la lengua como elemento diferencial en un territorio rodeado de lenguas eslavas y del alemán. Sí, los resultados electorales y la forma en que han tratado a los refugiados hablan con claridad sobre el nacionalismo esencialista húngaro. Y, sin embargo, Hungría no esconde la cabeza bajo el ala que toca mirar sus fantasmas. En Budapest está la Casa del Terror , un museo que explica la violencia del siglo XX en Hungría: un relato alimentado por el fascismo y el estalinismo. Allí dentro todo está contextualizado, y aunque una mirada superficial puede hacer pensar que los húngaros se quitan de encima las culpas señalando a Hitler y Stalin, en realidad están explicando la responsabilidad propia en todo tipo de atrocidades.

 

Cuando visitamos este Museo del Terror, pensamos cuán necesario sería un museo de este tipo en Cataluña: un museo que incorporara como relato nacional un discurso autocrítico. Mientras lo comentábamos, nos dimos cuenta con tristeza de que sería imposible. Dudo que seamos capaces de construir un relato museístico que, además de dejar constancia de las atrocidades del franquismo y de los borbones, también explicara que los almogávares eran un grupo de bandidos a sueldo del poder y que el PSUC hizo suyas las directrices estalinistas, y que en las checas tanto las víctimas como los verdugos eran catalanes, y a menudo de la misma clase social. Que las purgas también afectaron a las clases populares y que algunos burgueses no murieron por burgueses sino por catalanes, que algunos capitalistas catalanes apoyaron al franquismo y que algunos obreros catalanes fueron falangistas. Un museo que explicara que Jordi Pujol nos ha estafado y que unos socialistas nos tomaron el pelo.

Bueno, lo dejamos por imposible, porque aquí manda una crítica que no deja espacio a la autocrítica. Se lo manejaron socialistas y convergentes en los años 80, cuando se repartieron el pastel de la hegemonía cultural, y así seguimos, haciendo del victimismo y la indigencia cultural una manera de vivir. Unos fruncen el ceño ante la bandera y los demás ponen cara de perro cuando huelen lucha de clases. Unos no quieren nacionalistas pero apoyan a la nueva izquierda española, que no se considera nacionalista pero habla de patria (la española, claro). Los otros preferirían que tras la bandera todos fueran a una con determinación ciega, pero cuando toca desobedecer tratan primero de pactar unas migajas institucionales con Madrid.

Y así van haciendo, porque les conviene, porque todo viene de un pacto que nos ha condenado a ser tan hiperventilados como ignorantes. Es una bestia con dos cabezas que expulsa del diálogo la sensatez y la revuelta. Seguimos perpetuando errores porque la sociovergencia, o ahora la comunsvergència, se ha impuesto como relato totalizador. En Cataluña prevalece la estupidez, cuando no la mala fe. Es la pinza cultural construida por dos esencialismos: el cosmopolita que no cuestiona España y el identitario que vive obsesionado con España, y son dos caras de la misma moneda. Uno y otro no piensan en la sociedad a la que representan en las instituciones y las tribunas públicas. Se enfrentan en una comedia grotesca haciendo ver que sólo puede existir un relato cultural basado precisamente en dos relatos culturales autoexcluyentes que ahogan la posibilidad de un discurso que reúna a la vez todos los relatos.

Visitamos el Monasterio de Ripoll. En la zona museística hay un interesante proyecto expositivo que explica muchas circunstancias de los condados catalanes, como el papel de las mujeres y la relación conflictiva de los agricultores con el poder condal. Es el tipo de relato que me interesa, y explicado desde un apoderamiento sensato, sin subordinaciones victimistas. En cambio, en unos paneles y en tipografía generosa hay una retórica patriótica que concuerda poco con el discurso del material que se expone. Así, la política se impone al trabajo de los historiadores.

Visitamos twiter tras la patética disputa sobre «la memoria histórica» ​​del Born. Un político de ICV, Jordi Guillot, ha dejado un twit para la historia de la infamia: «El Born no forma parte de mi memoria histórica, sí los fosos del castillo de Montjuïc y el Campo de la Bota». Es pura indigencia pensar que la memoria histórica se puede elegir a la carta. Y es narcisismo, puro egoísmo, pensar que sólo es relevante lo que has decidido que te afecta a ti, pero no lo que es importante para otros. Además, sugiero (o quizás sobreinterpreto) que quien se siente interpelado por el 1714 no pueda sentirse representado por la lucha antifranquista. Indigencia, como la de aquel político que iba en las listas electorales municipales de ICV por L’Hospitalet y que escribió que su bloque de pisos tiene más población que la Noguera Pallaresa, ¡un río! Ignorancia, supremacismo urbano, uno de los grandes males de este país que no sabe pensar como país con contradicciones y disidencias.

Decían que la izquierda se define por su capacidad para ponerse en el lugar del otro, pero diría que o mucho ha cambiado la izquierda o Guillot no es de izquierdas. La memoria histórica es y debe ser incómoda porque genera relatos complejos que toleran muy mal las simplificaciones. El cosmopolitismo de algunos está obsesionado con el Born, hasta el punto de querer vaciar de significado lo que la historia ha llenado de significado. Ya pueden afanarse en ello, pero es evidente que 1714 fue una fecha relevante para Barcelona: la destrucción provocada por los sitiadores y la posterior imposición del decreto de Nueva Planta cambiaron la fisonomía de la ciudad. Es un espacio ligado a un hecho histórico, pero, ay, este hecho histórico no gusta a gente como Jordi Guillot. Y, ojo, que no hablamos de un hecho infame que no merezca ser recordado, sino del escenario que simboliza la resistencia de la población de Barcelona a un asedio y unos bombardeos. Sí, el Born está marcado por 1714, como el Campo de la Bota está marcado por la represión franquista. No cuesta tanto aceptarlo; de hecho, ambas cosas pueden formar parte del relato de las agresiones que ha sufrido Barcelona porque no son excluyentes, porque la memoria histórica excluyente sólo es propaganda.

Después oímos al teniente de alcalde Gerardo Pisarello en la radio. Aportaba la cordura que Guillot no conoce. La propuesta de Pisarello es que el Born trabaje la memoria histórica de la ciudad que ha sufrido represiones desde 1714, tejiendo un hilo que pueda reconocer como propio cualquier persona. Por lo menos las palabras parecen convincentes. Lo que hay que esperar es que esto no diluya la relevancia de 1714. Y ahora que lo pienso, puede que el Born fuese también un poco más atrás y recordara la Guerra de Els Segadors, una revuelta de campesinos, de clases subalternas, y de algún modo el origen de una dinámica histórica curiosa: desde entonces, Cataluña es el relato de una serie de revueltas derrotadas y de perseverancia. Los sociolingüistas estudian atentamente el caso del catalán, una lengua europea que ha sobrevivido sin estructuras de Estado durante trescientos años. Si estoy escribiendo en catalán es gracias a todas las generaciones que resistieron los ataques que llevaron al borde del exterminio lenguas como el occitano que hace un siglo incluso fue reconocida con un premio Nobel de literatura. Esto también es memoria histórica.

Debemos viajar al pasado del territorio donde vivimos con espíritu autocrítico, sin victimismo y sin sentirnos subordinados a relatos impuestos desde otros territorios, sin perder de vista la lucha de clases pero ahuyentando el paternalismo. Tenemos una oportunidad de oro para hacerlo, pero seguramente la desaprovecharemos porque somos extraños y preferimos el confortable ruido del choque entre dos sectarismos antes que la construcción de un relato que asuma complejidades y contradicciones.

https://delozombie.wordpress.com/2016/08/04/la-memoria-historica-excloent-nomes-es-propaganda/