Cambios nacionales

Aunque no demasiado, sí se ha hablado en la campaña electoral sobre el derecho a decidir, la libre determinación y sus asuntos conexos. Los partidos nacionalistas vascos han insistido en la idea de que ellos son los únicos y capaces de defender allí los verdaderos intereses de aquí, y entre ellos el de decidir nuestro futuro.

También Podemos ha recordado el democrático derecho de decisión de los pueblos. Aunque no con demasiada alegría; de hecho, se han quedado muy fríos a la hora de haber podido apoyar concretas reivindicaciones sociales en favor del derecho a decidir. Consignas más o menos entusiastas, pero poco análisis de fondo. Por supuesto, una campaña electoral no es el momento para hacer grandes reflexiones. Pero partidos y movimientos sociopolíticos deberían empezar a pensar muy en serio sobre algo de lo que, ya de hecho, son conscientes. Sobre la verdadera cuestión. La relación entre nación, soberanía, derecho a decidir e independencia está entrando en un proceso de cambio.

En el modelo convencional –y fructífero– del proceso, una mayoría de la comunidad tiene el convencimiento profundo y estable de que su comunidad es una nación. Este convencimiento le conduce a afirmar que es una comunidad soberana con pleno derecho a decidir. Y la decisión debe conducir a la independencia porque entiende que ser una nación exige inevitablemente un pleno autogobierno. La nación necesita un Estado propio.

Probablemente nunca ha existido en Euskal Herria un escenario como el descrito, pero lo que sí parece cierto es que la situación se está transformando. Empiezan a aparecer grietas en los elementos del proceso y desconexiones en los enlaces de la cadena.

La construcción nacional se basa en la confluencia de la subjetividad con elementos preexistentes y persistentes de carácter objetivo. La nación se afirma porque existe una voluntad colectiva definitoria que argumenta en base a razones y hechos reales –lengua, historia, etc– que a su vez le conducen a su diferenciada identidad nacional.

Una de las expresiones de la transformación es priorizar la dimensión subjetiva sobre esa objetividad supuestamente indiscutible. Cada vez se afirma menos la Nación como objeto de gran valor que debe ser defendido por sí mismo, y se afirma más la nación por puro deseo, por estricta subjetividad y para crear bienestar mediante el poder político. Este aspecto genera sentimiento de pertenencia y comparte con otros ese sentido de pertenencia, sin otorgar relevancia determinante a los hechos objetivables –naturales– que, se supone, definen esa nación.

Por otro lado, en cierta correspondencia con esta descompensación (ahora en la dimensión más estratégica), parecería que la demanda de autogobierno en el ejercicio del derecho a decidir se asienta hoy más en esas convicciones de generación de bienestar. En defender el autogobierno por creer que es una buena respuesta para el logro de intereses colectivos ligados a las prestaciones propias del Estado de bienestar, más que por la inexcusable exigencia de la razón, del principio, de que, sin más, una nación equivale a un Estado propio.

Solo parece. Algunos datos, algunos discursos, algunas experiencias, parecen indicar que esta demanda no tiene demasiada fuerza. Los que se supone debían empujar desde esta perspectiva dan la sensación de tener dudas respecto a hasta qué extremo se compensaría una ruptura –siempre estiman que traumática– con el Estado, con la supuesta mejora en las condiciones de vida en una situación de pleno autogobierno. No parecen tener una mirada catalana sobre este asunto. Quizás porque resulta evidente que en el caso catalán los logros de la desconexión compensan los problemas de la ruptura.

Estas transformaciones están configurando un escenario más pragmático; más individualista. Menos contundente. Por un lado, la concepción prioritariamente subjetiva –con tendencia a ser exclusiva– de la nación es ciertamente legítima. Pero esa dependencia de la voluble subjetividad la hace menos firme, menos exigente, menos naturalmente abocada a la exigencia de su plenitud. La desideologización de la identidad nacional resulta más democrática, pero también la hace más débil. Ese primer motor dirigido a activar el proceso de autogobierno va menos revolucionado.

Por otro lado, el enfoque estratégico basado en la generación de bienestar depende demasiadas veces de cambiantes situaciones económicas y sociales que no tienden a abandonar la pasividad a favor de unos supuestos posibles mayores bienestares y logro de intereses colectivos.

Aunque no siempre lo expresen de forma directa, la existencia de este neo-pragmatismo nacional está en las preocupaciones de las fuerzas nacionalistas. Y los resultados de las recientes y muy relevantes experiencias consultivas de Gure Esku Dago ratifican esa situación.

Pero este país se mueve. De distintos foros están surgiendo reflexiones y propuestas conducentes a dar más solidez y futuro al proceso de autodeterminación. Apuntamos algunas que parecen especialmente interesantes.

Aparece un discurso dirigido a reforzar el sentido de pertenencia nacional. La defensa de una comunidad que se define por la práctica y los principios de solidaridad, igualdad, democracia social y política. Que afirma así que nuestra nación merece serlo, no solo por puro deseo, sino porque expresa una diferencia que tiene valor por sí mismo. La objetivización de lo distinto se traslada a una específica, firme y asumida forma de vida colectiva. Los identificadores básicos, reales o posibles, como lengua, historia, etc. definen y marcan el territorio. Da sentido nacional la creencia en la preexistencia de una comunidad diferenciada en su forma de conducirse en el mundo como colectividad. Así, incrementar la demanda de autogobierno no solo se extiende por la convicción de que así se puede vivir mejor (que también) sino porque así se puede gestionar mejor, de forma más justa, lo que tenemos… y lo que somos.

A la afirmación de ser una comunidad diferente, una comunidad nacional porque hay una historia, costumbres y, sobre todo, una lengua propia diferente, se incorpora la de ser una comunidad nacional porque en el país tienen una fuerte inspiración y presencia las conductas colectivas –relaciones de convivencia– sociales, laborales económicas y políticas, inspiradas en valores de igualdad, solidaridad, cooperación y ejercicio permanente de la democracia desde la sociedad. Tienden a inspirarse y deben inspirarse. Valores comparativamente distintos por lo que su defensa demanda un pleno autogobierno político. Cerrando el discurso de construcción nacional, la afirmación más estrictamente subjetiva que diría que en cualquier caso se es una nación porque se quiere ser una nación y decidir solo en y desde la misma, el futuro político.

Transformaciones que plantean retos y que exigen, a su vez, nuevas respuestas a los mismos. Pero construir un sentido de pertenencia nacional difícilmente se logra a través de un habilidoso diseño. Hay que sentir como necesarias las vivencias de viejas y nuevas creencias. Y luego o simultáneamente darles ese sentido nacional.

Parecería que este discurso dirigido a la extensión de la conciencia nacional otorgaría más revoluciones al motor independentista del proceso decisorio. Sin embargo, a pesar de ello, a medio plazo no está claro que el proceso culminase con una mayoría independentista. Por tanto, al menos en una primera fase, podría finalizar, tras el ejercicio del derecho a decidir, en el establecimiento de una soberanía política conectada con el Estado desde la bilateralidad. En una soberanía que no generase la retirada de las, todavía muy significativas presencias, de las corrientes más pragmáticas.

(*) Junto a Pedro Ibarra firman este artículo los también profesores de la UPV: Xabier Ezeizabarrena, José Manuel Castells y Jon Gurutz Olaskoaga

GARA