La suerte de los no-nacionalistas

Como ustedes saben perfectamente, los ciudadanos de España, y los de Cataluña en particular, nos dividimos en dos grandes categorías: nacionalistas y no nacionalistas. Los primeros somos ramplones, atávicos, agresivos, localistas, tribales, con una inclinación innata hacia las actitudes excluyentes y totalitarias, y además vamos cubiertos de caspa y exhalamos mal olor de axila. Los no-nacionalistas, en cambio, son modernos, cosmopolitas, abiertos, cordiales, progresistas, cultos y viajados, y encima siempre parecen recién salidos de la ducha, frescos y con un desodorante de aquellos que no te abandonan.

Pero las ventajas de ser no-nacionalista no acaban aquí, ni mucho menos. Por ejemplo, en el terreno del fútbol. Si los nacionalistas (no es mi caso, pero vaya…) se identifican con el Barça, o con aquella pobre selección catalana que juega un partido de costillada cada año, y acuden a animarles o celebrar las victorias con exhibición de esteladas, no sólo llegan las multas de la UEFA, sino que les llueven las acusaciones de estar «politizando el fútbol», de «dividir la afición», de excluir a los que piensan diferente, de incitar a la violencia…

Por el contrario, cuando los no-nacionalistas apuntan a la cosa futbolística, y abrazan con fervor la causa de la roja, e incluso un aspirante a la presidencia del gobierno se enfunda la camiseta de la selección española para imitar a Manolo el del Bombo, y partidos parlamentarios organizan liturgias colectivas de seguimiento de la Eurocopa en medio de una apoteosis de banderas independentistas españolas (¿Qué es la rojigualda, si no eso?), nadie dice que estén revolviendo políticamente un deporte, ni convirtiendo los símbolos colectivos en patrimonio de uno o unos partidos determinados, ni estimulando la intolerancia…

Cuando los nacionalistas invocamos los derechos históricos, y nos remitimos a 1714, y denunciamos que, en aquellas fechas, Cataluña perdió por la fuerza de las armas la condición de Estado soberano, los no-nacionalistas nos tachan de reaccionarios, de nostálgicos del Antiguo Régimen y sus privilegios apolillados, de falsificadores del pasado, de antimodernos y de carcas, como mínimo.

Ah, pero entonces resulta que el primer ministro británico decide ir a dar un mitin contra el Brexit en Gibraltar (aunque finalmente el suspendiera debido al asesinato de la diputada Jo Cox). Y a continuación el gobierno no-nacionalista de Rajoy califica la visita de «extraordinariamente inoportuna». Y el articulismo no-nacionalista pone el grito en el cielo ante una tal provocación inglesa, sólo comparable a aquella de 1981, cuando los ‘just married’ príncipes de Gales comenzaron la luna de miel por el Peñón, y esto provocó que los reyes de España no asistieran a la boda. Y algunos de los partidos que se presentan a las elecciones de este domingo amenazan con volver a cerrar la famosa ‘Verja’ levantada por Franco, y casi todos aseguran que, si gobiernan, exigirán la cosoberanía española sobre la Roca.

Es decir, apelar a 1714 como fuente de legitimidad del soberanismo catalán es un anacronismo y una sandez. Retrotraerse al 1707 para reivindicar la españolidad de Gibraltar -que rechazan el 99% de sus actuales habitantes- resulta un planteamiento justo, democrático y del siglo XXI. Todavía el pasado miércoles, en La Razón, un columnista afirmaba, rotundo, «que Gibraltar es territorio español y que se trata de un territorio ocupado militarmente por el Reino Unido». Y me acordé de una frase de José Antonio Primo de Rivera que nos hacían aprender de memoria en la escuela: «España limita al sur con una vergüenza».

Cuando, en Cataluña, ha habido algún planteamiento ideológicamente transversal en defensa de los derechos colectivos (por ejemplo, la editorial periodístico conjunto de 2009), los no-nacionalistas han visto un unanimismo de tufo totalitario, incompatible con la democracia. Cuando se ha configurado una (frágil) mayoría parlamentaria independentista entre Juntos por el Sí y la CUP, los no-nacionalistas lo han descrito como un revoltijo espurio, antinatural y monstruoso.

Sin embargo, el pasado martes en Madrid la acreditada plataforma no-nacionalista ‘Libres e Iguales’ organizó un acto para pedir unidad frente al «desafío separatista». Intervinieron personajes como José María Fidalgo (que proviene del comunismo) o Joaquín Leguina (ex militante del Frente de Liberación Popular) y Rodolfo Martín Villa (antiguo jerarca del francofalangismo). Pero nadie encontró que aquel fuera un cóctel indigerible, ni que urdir unanimidades por encima de diferencias ideológicas tan grandes fuera propio de los planteamientos fascistas. Ser no-nacionalista conlleva este inmenso privilegio: que estás por encima de toda sospecha.

En cambio, los nacionalistas estamos por debajo, somos los sospechosos habituales. Si, a lo largo de estos últimos años, se ha conocido algún papel de paternidad nacionalista que sugería la necesidad de crear un servicio de inteligencia, un CNI catalán en defensa del proceso, las reacciones de los no-nacionalistas se han movido entre la carcajada y la indignación, surtida de referencias a la Gestapo o la Stasi. Esta semana hemos descubierto por qué: nos lo han mostrado, a cuatro manos, el ministro Jorge Fernández Díaz y el magistrado Daniel de Alfonso, estos dos ilustres no-nacionalistas.

ARA