Una tarea por terminar

Don Juan Iturralde y Suit duerme tranquilo sabiendo que vivió por y para su tierra. Pero nuestra sociedad suele ser injusta con sus antepasados y pronto los olvidamos. A día de hoy, después de más de cien años desde su marcha, pocos recordarían su nombre si no lo llevase una calle del Segundo Ensanche de Pamplona. Hombre que luchó, defendió y engrandeció la Navarra que le vio nacer. Nuestro presente jamás podrá pagar su entrega y dedicación. Consiguió mucho, pero hubo algo que no pudo hacer. Y tal vez hoy nosotros podamos remediarlo.

Corría el año de 1890. España era muy diferente a la de ahora. Dejemos a un lado nuestro presente y escuchemos la historia que entonces ocurrió. Tal vez aprendamos algo.

En un país despreocupado por su pasado, pobre y envejecido, destrozado por las guerras civiles y extranjeras, se creó un grupo de especialistas que trabajaron por restaurar, revivir y sacar del olvido aquellos lugares que antaño habían brillado. Los tesoros del pasado de nuestro viejo reino que habían sido comidos por las hierbas, abandonados al tiempo, arrasados por la estupidez humana, fueron devueltos a la luz y tratados con la justicia que se merecían. La Comisión de Monumentos históricos y artísticos de Navarra luchó y trabajó por hacer renacer las raíces de nuestra tierra. Muchos son los lugares que hoy podemos disfrutar y admirar gracias a su trabajo y tesón. Suya era Navarra, suya era su historia. Sabían que se debían a ella y que vivían para honrarla y defenderla. Por ello que se embarcaron en la tarea de hacer justicia con dos personas vilipendiadas por el tiempo.

Este es el relato de cómo, hace más de ciento veinte años, aquel pamplonés de barba blanca y levita negra dedicó su tiempo y lideró a los mejores especialistas a solventar una ofensa. Fue por boca del señor Gaztelu, marqués de Echandía, cuando escuchó por vez primera la injusticia secular que se cernía sobre los restos de los últimos reyes del reino de Navarra. Doña Catalina de Foix y don Juan de Albret habían pedido en su testamento que sus cuerpos descansasen, cuando pudiese ser, en la Catedral de Pamplona. La guerra de conquista, anexión e incorporación por parte de Fernando el Católico había expulsado a los legítimos monarcas de su trono y los había exiliado al otro lado del Pirineo, en las tierras que hoy conocemos como la Baja Navarra. Intentaron volver a su casa. Pero jamás lo consiguieron. La muerte les llegó en tierras francesas. Más de cuatrocientos años habían pasado desde entonces, pero Iturralde y sus colegas quisieron poner buen final a la historia. La comisión consiguió el apoyo total de la Diputación y de las instituciones españolas e incluso la aceptación de las semejantes francesas para exhumar los restos de la catedral de Lescar y traerlos a Pamplona. Todo estaba dispuesto. Todo parecía encaminado a solventar una deuda de tiempo y de honor. Pero la tumba que alojaba los restos reales albergaba más de dos esqueletos. Por lo que cuenta el informe que desarrollaron, nacido de una descripción de 1818: Encontrose un sepulcro de piedra blanca, sin escudos de armas ni inscripciones y dividida en dos paneles. Levantada la piedra se vio una bóveda de ladrillo y en ella un ataúd de madera conteniendo un cráneo, diferentes huesos y restos de vestiduras que debieron ser de gran riqueza, y en un pequeño hueco, inmediato al ataúd, tres cráneos, huesos y un guante. Habiendo examinado esos restos un cirujano de Lescar, declaró en su opinión dos de los cráneos eran de hombre y los otros dos de mujer, encontrándose también algunos huesos de niño.

La imposibilidad de reconocer quién era Juan, quién era Catalina, y a quiénes correspondían el resto de huesos hundió el proyecto y lo pospuso a tiempos futuros. Hicieron todo lo humanamente posible para restablecer el honor de sus antepasados. Decía Cicerón que “la vida de los muertos debe perdurar en la memoria de los vivos”. Creo que ese es el testigo que hoy debemos retomar.

Han pasado quinientos años desde la muerte de aquellos pobres reyes que vieron esfumarse su centenario reino. Quinientos años desde que su última voluntad fuera la de que sus restos descansasen en la Seo pamplonesa. Juan Iturralde lo intentó, Navarra entera apoyó la empresa, pero no pudieron finalizarla. Hoy, con los avances científicos que disponemos, se podría saber quién es quién. Esos esqueletos mudos nos confesarían sus nombres y parentesco. Juan, Catalina, su hijo Enrique II El Sangüesino…

Tal vez para muchos sea algo que ni les venga ni les vaya. Pero la Historia se escribe con pequeños detalles. Retomemos lo que una vez se quiso hacer. Retomemos y pongamos fin a un proyecto que nace del honor y del respeto por el pasado. Pasado que, aunque manejado y mareado, está ahí. Imploro a las autoridades forales para que hagan de esta idea una página en nuestra historia y que todos podamos participar en ella. Ese día, cuando llegue, espero y deseo que la política deje paso al recuerdo. Que nos sintamos hermanos, compatriotas, herederos de algo tan bonito, tan grande y eterno como la vieja Navarra. La verdadera muerte es el olvido. Que no la maten ideologías ni banderas.

Y en su tumba, Juan Iturralde, seguro se sentirá orgulloso de quienes le han sucedido. Pues aún queda esperanza.

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