Ingenieros de la mentira

La credibilidad ha sido la fuente de la honestidad política. Hoy, por el contrario, la credibilidad apenas importa.

Actores de diverso signo mienten con una desfachatez supina, insultando a la inteligencia como recordaba Unamuno, sin tregua, sin que se les caiga siquiera unos poros de esa cara de cemento armado que lustran cada mañana frente a ese espejo heredado por la villana Cruella de Vil y sus 101 canes de ficción.
Fue espectacular, rescatada en este aniversario, la creada por el equipo de Aznar cuando los atentados del salafismo radical en Madrid, ahora 12 años, que provocaron la muerte a 191 personas. Desde Aznar hasta Ibarretxe, uno de los lunares más orondos de su legislatura, los ingenieros de la sugestión política acusaron a ETA de estar detrás de la masacre. Incluso, con la complicidad muchas veces olvidada de Francia, llevaron el tema al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que condenó a la disidencia vasca solemnemente, en la ya histórica e histriónica Resolución 1530.
La mentira del 11M, aderezada por aquella cinta de la Orquesta Mondragón, estuvo a la altura de las conspicuas armas de destrucción masiva que también Aznar denunció, esta vez en compañía de un garrulo convertido en presidente de EEUU y un socialdemócrata trasmutado a escarabajo de la City. La invasión de Iraq y los rescoldos de la de Afganistán han causado, directa y «colateralmente» más de 4.000.000 de muertos. La desestabilización de escenarios cercanos (Siria, Libia, Sudán…) multiplica geométricamente las víctimas.
El conflicto vasco ha generado un total de 1.300 víctimas mortales en 50 años. Comparen. Aznar, consejero de Rupert Murdoch, el fabricante de informaciones tendenciosas y falsas por excelencia, avanzó una ley para encarcelar a quienes promovieran propuestas soberanistas, cuando dejaba tras de sí la estela dantesca de desolación en Iraq. Matar al por mayor controlando los medios no tiene castigo. Las vías democráticas, que se lo pregunten a Rafa Díez, aún encarcelado, no son apuestas serias. La violencia, la muerte, la agresión es la tendencia gubernamental. Luego llegarán las mentiras para edulcorar la pólvora.
Es cierto que las mentiras faraónicas pueden abordar más puntos flacos. Se enfrentan al riesgo de ser denunciadas por actores de primera fila. ¿Y las locales? La experiencia me dice que los mentirosos al por menor, como en el caso mayor de Aznar, Bush o Blair, quedan también impunes. German Yanke, que se dice periodista, acusó a Martxelo Otamendi de ser un «desgraciado agente terrorista», como los del 11M. Declaraciones que avalan torturas posteriores, como aquellas de José María Calleja al director de ‘Egunkaria’ al que acusaba de cobarde por decir que, avergonzado de su colaboración policial, había denunciado torturas.
En este caso, el interés del mentiroso forma parte de una gran estrategia, la de ocultar la «cuestión», como llamaba Henri Alleg a la tortura. Al respecto, hemos escuchado las crónicas más peregrinas, esos manuales que nunca han aparecido, esas autolesiones… esos indultos masivos para invisibilizar uno de los mayores escándalos de la Europa moderna. Hasta qué punto ha sido interiorizada la existencia de la tortura que hace unos días José Antonio Pastor (PSOE) ha reconocido que se torturaba «más que lo deseable», sugiriendo que un cierto nivel de tortura es democrático. Saludable. Se puede desayunar escuchando la cadena Ser, chocolate con churros, y los aullidos atenuados de un torturado en La Salve. Sin problemas de conciencia, siempre que no sobrepase el numerus clausus.
Las microhistorias sobre la tortura, tremendas cuando son sentidas en primera persona, universales en su conjunto, son paralelas a otras tantas que se generan cada día. La enciclopedia de la infamia se nutre de ellas y algún día acapararán las estanterías de las bibliotecas de nuestro país, entre las gallinas degolladas de Borges, las letras del diablo de Bierce y las aventuras de Jon Kapagorri recuperadas por Itxaro Borda.
La penúltima merecería un aparte en la facultad de periodismo. No quiero inmiscuirme en los planes de estudios universitarios, ni siquiera sugerir la posibilidad de atrapar crónicas de despachos conspirativos. Contarlo, simplemente.
El pasado fin de semana, un grupo de antiguos presos políticos vascos celebró una comida en la localidad navarra de Lekunberri. Lo hacen añejos compañeros de Instituto, quintos del servicio militar, costureras del gremio, colegas del novio o de la novia. Una práctica, como saben, habitual. El hecho de ser vascos, ex presos y comprometidos en el futuro del país es motivo suficiente para que, en su conjunto o individualmente, tengan intervenida su vida privada. Por satélites, programas de captura del CNI o escuchas de la Guardia Civil. Nada que nos sorprenda. Lo insólito sería justamente lo contrario.
La comida concluyó y cada uno retornó por donde había venido. En otro lugar, a 10 kilómetros de Lekunberri, 20 minutos en coche, en la sidrería de Beruete, varias decenas de vecinos de Iruñea habían disfrutado de bacalao, chuletas, sidra… y vino. Al anochecer nevaba, problemas para los dos autobuses que les recogían, uno de ellos atascado. Nada grave para quien conozca Basaburua. A las once de la noche, sin ayuda externa, habían llegado a Iruñea, con cierto retraso. El invierno manda.
Días después, sin embargo, unos diligentes agentes de un despacho conspirador madrileño quisieron unir los platos de Lekunberri, la sidrería de Beruete, a pesar de los 10 kilómetros de distancia, las horas de las comidas y la nieve en las carreteras. Etismo en estado puro. Y lo hicieron. Vaya que lo hicieron. La noticia fue extendida por las agencias de difusión del régimen (Efe y Europa Press) y rebotada por los medios adictos y acostumbrados a propagar mentiras. Medios que, a pesar de los desmentidos posteriores, no dieron una línea a los mismos.
La noticia habrá justificado el sueldo de varios agentes ociosos, de dirigentes proactivos que todavía porfían el relato a la crónica de vencedores y vencidos. Vencedores que salvan de las inclemencias del tiempo a sus antiguos contrarios, terroristas según el manual, vencidos. Combatientes de verde, surgidos de un magma democrático, prestos a ayudar en cumplimiento de su deber, aunque la víctima sea un etarra que, rendido ante la evidencia, grita emocionado «¡Viva la Guardia Civil!»
Historias de ese franquismo sociológico que sobrevive con fuerza en esos medios de propaganda del régimen, en especial Vocento, santo y seña de la España sagrada, de la monarquía perfecta, del sistema mariano, de esa permanente división no ya de clase, sino de sumisión. Tratar a la mayoría como imbéciles un día sí y otro también debe lograr sus efectos. Decía Julio Cortázar que «la idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante» y por eso la mentira debe de ser constante.
Estas mentiras son alentadas, asimismo, por la contraprogramación. Pan y circo para los romanos. La pataleta del lehendakari Urkullu con los medios por el trato dado a la excarcelación de Arnaldo Otegi no deja de ser un síntoma de su vulgaridad. Los celos en política son muecas de ambiciosos, de los que la consideran un fin en sí mismos. Y Urkullu ya demostró con el aniversario de la euskal etxea de Nueva York que sus pataletas de niño consentido son peligrosas. No estaba dispuesto a que un homosexual le quitara su minuto de gloria y, como lo hizo, destapó la condición del mismo a través de su medio, Vocento.
En fin, mentir que algo queda dice un viejo adagio. Ivan Almeida, profesor de filosofía ya jubilado, nos recordaba una frase de Rousseau: «Por más grosera que sea una mentira, señores, no teman, no dejen de calumniar. Aun después de que el acusado la haya desmentido, ya se habrá hecho la llaga, y aunque sanase, siempre quedará la cicatriz». Por eso, en esta España tan dependiente de sus señoríos, los ingenieros de la mentira son aún legión.

NAIZ