El lastre del franquismo

Ha acontecido el 40º aniversario de la muerte del dictador Franco y, como era de esperar -y de desear-, hemos hecho memoria. Una memoria desigual y contradictoria, claro, porque la memoria es siempre una interpretación del pasado desde las circunstancias presentes y en una perspectiva de futuro. Y cuando cambian las circunstancias del momento, o cuando las perspectivas de futuro son otras, se reinterpreta la memoria que se había hecho del pasado para ajustarla a la nueva perspectiva.

Sí: la memoria social es un mecanismo de atribución de sentido, no un ejercicio de historia crítica y académica. Y, al igual que hace la memoria individual, queda conformada tanto por lo que conviene recordar como por lo que hay que olvidar. Un ejercicio al servicio de la necesidad de significación que pretende que el pasado justifique el presente que tenemos y anuncie el futuro que está por venir. No es extraño, pues, que una ley de la memoria se ponga al servicio del rescate de hechos ocultados, y que simultáneamente quiera borrar las señales de los hechos que resultan incómodas.

Caso de la memoria del franquismo. En cada década, desde cada posición ideológica, se la interpreta en claves diferentes para justificar los nuevos tiempos y las diversas miradas. Y cada memoria combate para imponer su sentido del presente y prometer su propio futuro. Así, cuando se pide la condena del franquismo a los que cobraron su herencia, se sabe que se les pondrá en evidencia porque si el condenaran, su presente quedaría trastornado y su futuro amenazado. El caso más notorio es el de la monarquía, que no puede poner en cuestión que la restaurara el franquismo sin arriesgar su propio futuro. También es un buen ejemplo de esta lógica del olvido en la fabricación de memoria social la postura de Ciudadanos, que explica que no condene el franquismo, no para justificarlo, sino para exhibir que es un partido nuevo, sin pecado original, y que el tema no le afecta. Dicho de otro modo: su reformismo quiere apuntar al futuro sin tener que enfrentarse al pasado del que, sin embargo, es objetivamente sucesor. Una astuta combinación que hace posible vestir el conservadurismo con el disfraz de un radicalismo transformador. La perfección lampedusiana: que todo cambie para que todo siga igual. Y, por si alguien lo duda, que de una vez se nos diga quién ha financiado el invento.

La memoria del franquismo también forma parte del combate para legitimar el presente de ciertos actores políticos de la izquierda más apolillada. La obsesión por descubrir y borrar los símbolos que quedan del franquismo sirve para ocultar la barbarie revolucionaria que le allanó el camino. Una barbarie que cuenta, tanto como la misma dictadura, el porqué de la asunción miedosa de aquel larguísimo orden -o desorden- autoritario. A la muerte del dictador, según una encuesta que ha desempolvado Enric Juliana, todavía el 53 por ciento de los españoles sentían dolor, pena y tristeza por su desaparición, y un 29 por ciento lo consideraban una pérdida irreparable. Y hace daño recordar que el mismo cardenal Narcís Jubany le ofició una multitudinaria misa de funeral en la catedral de Barcelona. En 1975 todavía hubo más lágrimas que copas de champán. La memoria del antifranquismo es tan artificiosa como la del propio franquismo.

Pero, por encima de cualquier memoria social, los silencios, los olvidos y los recuerdos, de las apropiaciones y las condenas políticamente útiles, están los hechos. Los asesinatos, la represión, el genocidio cultural y lingüístico, el expolio fiscal, la censura, la corrupción económica y moral, las complicidades intelectuales… Y, sobre todo, una herencia en forma de cultura política antidemocrática, un lastre que cuarenta años después, horrorizados, descubrimos que no nos hemos acabado de quitar de encima.

ARA