El mayorazgo de Usarraga-Berri

MI abuelo Patxi vio nacer a seis de sus siete hijos en el caserío Aztiola de Bidania (caserío ubicado en las alturas más cercano a la vecina Beizama que al propio núcleo bidanitarra) puesto que el séptimo, el más joven, Pascual (mi padre) nació en el caserío Usarraga-Berri que, éste sí, se ubicaba en la zona llana de lo que se llamaba la Universidad de Vidania.

Mi abuelo, alcalde nacionalista destituido por los golpistas del 36, obró como el resto de la sociedad rural de la época y dejó todo su patrimonio, los dos caseríos y sus tierras, en manos de su hijo mayor, Patxi, que para eso era el indicado para personalizar la figura del mayorazgo y porque me imagino que mi abuelo observó que era muy buena persona (tengo que desvelar que yo era su “besotakoa”, término que se refiere al hecho de que el padrino llevara a su apadrinado al bautizo en sus brazos).

El mayorazgo, antiquísima costumbre del caserío guipuzcoano, suponía que todos los bienes de un caserío se transmitían a un solo hijo, en la mayoría de los casos al mayor de los hijos varones (aunque también existen ejemplos donde era la hija mayor quien recibió los bienes) y así se lograba que el caserío se transmitiese en su integridad, sin divisiones ni particiones que harían inviable unos baserris que, en la mayoría de los casos, ya eran pequeños y frágiles de por sí.

Es por ello que el sector agrario guipuzcoano comandado por la correosa Pili Zubiarrain, abogada del sindicato Enba, y fuertemente apoyado por el profesor universitario, Mikel Karrera, además del impulso político del no menos correoso diputado Iñali Txueka, logró que allá por el año 1999 viese la luz la Ley 3/1999 en la que se daba rango de ley a esta tradición rural.

Tras la aprobación de dicha ley, surgió el debate sobre la necesidad de generalizar esta “libertad de testaje” vigente en el caserío guipuzcoano para el conjunto de las pequeñas y medianas empresas familiares que ven cómo, a semejanza de lo que ocurre en los caseríos, las particiones inter hijos/as en función del Código Civil español y los abonos compensatorios que el hijo/a que decide continuar con la saga familiar debe efectuar al resto de hermanos finiquitan la viabilidad de la empresa y, por lo tanto, se opta por vender al mejor postor para que todos los comensales tengan su correspondiente trozo de tarta.

Pues bien, esto parece que cambia radicalmente puesto que, dieciséis años después, el Parlamento Vasco aprobó la Ley 5/2015, de 25 de junio de Derecho Civil Vasco, ya en vigor desde el 3 de octubre de 2015, que, entre otras muchas e importantes cuestiones generaliza la hasta ahora costumbre circunscrita al caserío guipuzcoano al conjunto de la ciudadanía vasca, es decir, extiende al conjunto de los ciudadanos de los tres territorios históricos la regulación de las sucesiones estableciendo una legítima única de un tercio del patrimonio aplicable a todos las casuísticas, familiares y económicas.

Dicho lo dicho, siguiendo mi tradición de dar una de cal y otra de arena, una carantoña seguida de una coz que diría aquel, me tengo que volver a referir a una tropelía que recoge dicha ley en su Título I, más concretamente en el maldito artículo 15, que afirma textualmente: “el propietario tiene el derecho de cerrar la heredad que posee, pero no puede impedir el paso de los particulares para su uso no lucrativo, siempre que no utilicen vehículo alguno”, con lo que, así como quien no quiere, con nocturnidad y alevosía, generalizan la servidumbre de paso para todos aquellos paseantes, montañeros, seteros, cazadores… que consideran, algunos incluso lo llegan a decir, que el monte es de todos y que por lo tanto, no caben cortapisas ni cercados que se les antepongan.

No, señores parlamentarios, paseantes, montañeros, seteros, cazadores y demás visitantes de lo ajeno, el monte no es de todos. El monte es, hasta me resulta escandaloso tener que recordar cuestiones tan básicas como éstas, de su propietario, del que figura como titular en sus escrituras, del que paga la contribución, del que lo cuida y trabaja y que, por lo tanto, es el propietario el que determinará quién pasa y quién no por sus terrenos. Eso sí, en el caso de terrenos y montes públicos, obviamente, serán las correspondientes autoridades públicas quienes regulen el uso y disfrute de los terrenos y, en consecuencia, hagan lo que se les ponga por montera.

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