La ley de la cornucopia infinita

Reivindiquemos el diálogo y la polémica como recursos democráticos, revolucionarios incluso. La ley de Kolakowski, como otras llamadas similares, nació como crítica al pensamiento único

Leszek Kolakowski fue un filósofo polaco que murió ahora hace seis años, en verano de 2009. Terminó sus días en Oxford, después de que su pensamiento marxista se deslizara, antes que la caída del Bloque Soviético, hacia las ciénagas del liberalismo. Sus tratados de historia de la filosofía y del marxismo, y la recuperación de su legado en la Polonia actual, han dejado algunas de sus huellas en la intelectualidad contemporánea, entre ellas la del título de este artículo, la ley de la cornucopia infinita.

Una ley que nada tiene que ver con las proclamas de Aureliano Buendía en el Macondo de García Márquez, o con los dietarios de cronopios a las que nos invitó Julio Cortázar. Ni siquiera con algunos aspectos de la Ley Mordaza que, de no ser por su severidad, servirían para deleite jocoso en las tediosas tardes de verano, cuando el sol advierte de su autoridad. La Ley de la cornucopia es una cosa seria.

La cornucopia es, en expresión de quienes no dominamos el lenguaje, el cuerno de la abundancia. Zeus rompió con uno de sus rayos un cuerno de la cabra que la había amamantado de niño, Amaltea. Como resarcimiento, le concedió el atributo de que a todo aquel que poseyera aquel cuerno se le adjudicara cuanto deseara.

Kolakowski realizó un giro retórico con el cuerno mitológico y formuló la ley citada. La verdad es que la encontré hace unas semanas, en uno de los últimos libros de John Le Carré, de esos que dejamos para estas fechas estivales. La definición, la copio por exacta, decía: «En esencia, la ley afirma que existe un número infinito de explicaciones para cualquier suceso. Ilimitado».

Como al igual que el lenguaje tampoco domino la filosofía, no he llegado a comprender la ligazón entre la leyenda del cuerno y la ley de Kolakowski, que, a fin de cuentas, no tiene sustento científico. A los filósofos los encontramos en bares, bibliotecas, gimnasios y debates televisivos. Jamás en un laboratorio. Pero se aplica como si tuviera un poso académico.

Intuyo a la cornucopia, sin embargo, en esa línea post-modernista de que, a estas alturas de la película, la dialéctica ya no tiene sentido. Y son los apegados al poder los que ejercen la ley, en detrimento del contraste, guiándose por lemas como si la humanidad fuera un rebaño de muflones del Pirineo, a punto de la extinción, a la espera del silbido del pastor para mover sus ancas traseras y cegarse al redil.

Al parecer, y escuchando a esos postmodernos, ya no existe causa ni efecto, ni contenido ni forma, ni esencia ni fenómeno. Fernández Díaz, el ministro español de Gobernación, ese que cada aparición suya suscita la duda de si se trata de una mariafanía o una levitación de la cabra de la Legión (vaya, hoy me ha dado por los caprinae), es una muestra. Su consigna para denostar al actual entrenador del Bayern de Munich futbolero por su apoyo al proceso soberanista catalán ha roto la barrera del sonido. Por descabellada. Pero entraría en la lógica de Kolakowski de que las ideas, aún marcianas (o marianas en el caso de Fernández Díaz) pueden ser argumentadas.

El origen de la dialéctica en la Grecia antigua tenía como fuente el diálogo. Y no quiero con ello hacer una metáfora con la Grecia moderna, que sería sencilla. Los griegos anteriores a nuestra era concibieron la dialéctica como una forma de conversación, de polémica. Marx y Engels la consideraron en evolución, una especie de sociedad, de maridaje, entre hechos, cosas e ideas.

Si la cornucopia infinita es nuestro destino, al igual que el final de la historia que nos vaticinó el otrora visionario Fukuyama, sólo nos quedaría seguir a gurus, periodistas interesados, a sueldo de fondos reservados o lobbys de cualquier signo, políticos corruptos, que son los que tienen más que defender, y líderes twiteros de 140 letras máximo.

Hace ya tres quinquenios, no me malinterpreten la expresión con las usadas por los economistas del estado, el ilustre Javier Tusell se apropiaba de la ley de la cornucopia para decolorar el proceso de Lizarra-Garazi y, de paso, zurrar a Aznar y a Ibarretxe. Al primero por haber permitido la gestión del proceso, al segundo por dirigirlo, teniendo en cuenta que tras el mismo se encontraba la omnipresente izquierda abertzale a la que por cierto, su diario “El País”, apaleaba diariamente.

Han pasado esos tres quinquenios y estos días las páginas de ese mismo diario, en poder tras su quiebra de consejos de administración bancarios y fondos americanos (tendencia que se alarga hasta nuestra casa con Euskaltel como paradigma), continúan validando la cornucopia. En esta ocasión el objetivo ha sido la caída del régimen, al menos en sus formas, en Nafarroa.

Y aprovechando la incursión en el Macondo de García Márquez me voy a tomar la licencia de citarlo por segunda vez. En los años de guerra en Colombia, aquella que parecía también infinita, uno de los protagonistas preguntaba por la diferencia entre liberales y conservadores. La respuesta no por ocurrente era menos acertada: «Un conservador es el que va a misa los domingos a las 5 de la tarde, y un liberal es el que va a misa a las 8 de la tarde de ese mismo domingo». Encontrar la diferencia, si existe, es cuestión de décimas de segundo.

Con “El País” y el autor de las letras últimas sobre el cambio en Nafarroa sucede otro tanto. Uno no sabe si está leyendo al diario de Cebrián, a “La Razón” de Marhuenda o al “ABC” espoleado por los Bergaretxe and cya de Vocento. En una cata a ciegas, como la de los concursos de vinos, quesos o marmitakos, tendría serias dificultades para diferenciar unos artículos de otros. Es más, no apostaría por mí mismo. Equivocaría las manchetas.

José Luis Barbería, el cornucopio de “El País”, a pesar de estar jubilado, ha vuelto por sus fueros. En 2011 dejó una de sus delicatessen más impactantes cuando, haciendo caso omiso del sentido común y de los datos objetivos que lanzó ETA con su declaración de cese definitivo de su actividad armada, se arrojó a una piscina compartida entonces únicamente por conspiranoicos, consumidores de alucinógenos y algún que otro afectado por mariafonías. Aquello era una trampa. No había, dijo, intención de desarme.

En esta ocasión la fábula la ha deslizado encapitulada, en tres entregas para ser exactos. Un cuento chino trasladado de Pekín a Cintruénigo. En Nafarroa la democracia ha rozado la perfección, hasta que ha llegado la izquierda abertzale y lo ha jodido todo. ¿Cómo? El recurso del método: «La sociedad navarra es una sociedad crispada, domesticada y acobardada». Muflones del Pirineo incitados al redil hace quinquenios por Jon Idígoras y ahora reducidos a la cuadra por Asier Arraiz.

La vigencia de la Ley de la cornucopia infinita, al hacer válidas todas las interpretaciones, por muy disparatadas que sean, deja sin significado el valor de la dialéctica y, sobre todo, del diálogo. Si todas las razones tienen un sustento profundo, ¿para qué el diálogo? Si únicamente existe el blanco y el negro ¿para qué la naturaleza se esfuerza en mostrarnos tonos, colores y matices múltiples?

El peligro de la desaparición del diálogo, de la dialéctica, de la controversia, nos alcanza de lleno, porque implica la victoria de la imposición. La imposición se abre camino a través de la amenaza que, en líneas generales, es el modus vivendi que hemos padecido desde que tenemos uso de razón, desde que enterraron a nuestros abuelos en una cuneta por «polémicos», o lo que entonces era lo mismo, por «malhechores».

Reivindiquemos el diálogo y la polémica como recursos democráticos, revolucionarios incluso. La ley de Kolakowski, como otras llamadas similares, nació como crítica al pensamiento único. Y no abrieron el abanico, sino que, por el contrario, nos abocan a otro pensamiento único, aunque como es habitual, en nombre de un valor supuestamente democrático, la inutilidad de los valores.

GARA