El paraguas de Nietzsche

Hay unas palabras de Nietzsche, publicadas en ‘El gay saber’, que han provocado dolores de cabeza a todos sus intérpretes y a cualquier lector que haya tenido el atrevimiento de enfrentarse a este libro fascinante como todos los suyos. Es sólo una frase, pero carente del contexto que permitiría interpretarla de manera precisa. Es esta: «He olvidado mi paraguas». Nada más.

En realidad, la frase, así, entre comillas, fue encontrada en uno de sus papeles inéditos y, posteriormente, incorporada en la edición del libro. Jacques Derrida, uno de los que con más elocuencia se ha preguntado por estas palabras enigmáticas, escribió: «Tal vez una cita. Tal vez ha sido tomada de algún sitio. Quizá fue escuchada aquí o allá». Y dice, acertadamente, que no hay manera infalible de saber de dónde la sacó ni qué habría añadido, caso de querer escribir sobre ella. Y concluye: «Nunca tendremos la certeza de saber lo que Nietzsche quiso hacer o decir cuando anotó estas palabras». ¿La frase tiene -se preguntaba- algún sentido más allá de lo que parece tan evidente y transparente? ¿Apunta quizás el paraguas olvidado de la frase, se preguntaba, a un secreto que se nos escapa?

Derrida insinúa, a propósito de la frase, una cuestión muy pertinente sobre el concepto de autoría: ¿todos los textos escritos por un autor son obra suya? ¿Todos los debemos considerar como textos interpretables? ¿Todos son texto que quiere decir algo? ¿También una lista de la compra, una frase sacada de una conversación o de un libro? ¿Cada palabra dicha es una palabra que compromete a quien lo ha dicho, como si fuera responsable?

Es difícil no pensar en todas estas cuestiones estos días de elecciones, cuando muchos candidatos dicen cosas (bueno, en realidad, lo que dicen son «palabras») de las que, tal vez, al día siguiente se desdigan, afirmando el contrario de lo que habían dicho. Como si no las hubieran dicho. Como si las palabras, en el tiempo volátil de las campañas electorales, no tuvieran importancia, y como si, en contra de lo que deberíamos suponer, no nos las tuviéramos que tomar demasiado en serio. Pero no tomar en serio las palabras que se dicen es el principio peligroso de una actitud perversa que lleva inevitablemente a desconfiar del lenguaje.

Carles Riba encontró una fórmula destilada, que con el tiempo se convertiría en célebre, para traducir un verso de La Odisea que Homero utiliza reiteradamente en ocasiones muy precisas: cuando un dios, héroe o personaje, atacado de una especial irritación, pronuncia unas palabras fatales que ofenden al interlocutor y que, a menudo, provocan situaciones lamentables. Es el verso con que Zeus regaña a Atenea cuando ésta le reprocha que haya abandonado a Ulises y los aqueos y se haya posicionado contra ellos. Pero también Atenea lo usa para recriminar a Telémaco sus palabras, o Antínoo a Liodes, por la misma razón. La traducción del verso es perfecta, como un cristal: «Hija (o Telémaco, o Liodes), ¡qué palabra se te escapó del cercado de los dientes!» El verso expresa una verdad absoluta: la palabra dicha es una palabra irreversible. Los griegos estaban convencidos de que las palabras dicen cosas y que, por tanto, hay una realidad, convocada por el lenguaje, de la que las palabras no pueden desdecirse. El valor de la palabra tiene que ver con esto: que la palabra dicha compromete a quien la dice, porque convoca una realidad y porque quien la dice, de alguna manera, se pone por completo en las palabras. Por eso, cuando una palabra huye del cercado de los dientes es ya una palabra que no puede dar marcha atrás. Pocas culturas, como la griega, han dado un valor tan alto a la palabra: una palabra que, una vez dicha, nos liga. ¡No es poca lección!

ARA