Unos animales muy raros

Los humanos entendemos mejor el mundo de la naturaleza que el mundo socioeconómico y político, es decir, entendemos mejor el mundo que nos describen la física, la astronomía o la biología que el mundo de lo que hemos creado nosotros mismos. Por un lado, sabemos que la realidad política y social es bastante más compleja de lo que dicen las teorías que tratan de analizarla. Pero, por otro, a menudo hacemos ver que creemos que estas teorías son realistas a pesar de saber que son demasiado simples e incompletas. De hecho, si somos sinceros, no acabamos de entender el mundo de los humanos.

Cada cierto tiempo aparecen autores que creen que el conocimiento ya ha llegado al máximo en algún campo. La mayoría de los científicos de la segunda mitad del siglo XIX creían que el edificio de toda la física estaba prácticamente finalizado… ¡pocos años antes de la aparición de la teoría de la relatividad y de la física cuántica!

También en el ámbito de las ciencias sociales algunos han pretendido clausurar la historia. Fukuyama lo mantenía en relación al capitalismo y la democracia liberal tras el derrumbe de los sistemas comunistas de la Europa del Este. En cambio, más o menos en la misma época, el historiador marxista Hobsbawm hablaba de un «declive de la civilización», a pesar de reconocer que Marx se equivocaba al pretender resolver problemas que de hecho no controlaba y que las estrategias comunistas eran erróneas. Meros espejismos. En el mejor de los casos, pura ingenuidad teórica autocomplaciente, y, en el peor, una peligrosa ceguera ideológica que ha abocado a sistemas totalitarios.

Cabe preguntarse porqué personas reflexivas pueden equivocarse tanto. Dicho en términos más frívolos, porqué personas tan inteligentes acaban formulando tesis tan tontas. ¿Por qué, de hecho, pensamos a menudo mal la realidad política y social? Hay razones que apuntan a los cambios inherentes e imprevistos de las sociedades humanas, a que la información disponible es incompleta y a la existencia inevitable de intereses particulares en la formulación de ideas y de teorías explicativas y prescriptivas. Todo esto es verdad, pero creo que hay unas razones más profundas relacionadas con cómo está constituida nuestra mente.

Hoy sabemos que la práctica totalidad de nuestros componentes genéticos se conformó mucho antes de la aparición de los lenguajes humanos. Nuestros cerebros remiten a tiempos muy anteriores a nuestra capacidad de razonamiento y de deliberación. Una capacidad que ha supuesto un salto decisivo y que ha propiciado el desarrollo de las diversas culturas tal como hoy las conocemos. Pero a la vez es una capacidad que se encuentra asaltada permanentemente por deficiencias y fallos cognitivos que se detectan también en todas las culturas. Entre estas deficiencias se encuentran las inferencias mal hechas a partir de falacias lógicas, las ambivalencias del lenguaje, una memoria deficiente, la diferente evaluación de los argumentos según se presentan de forma retórica, la tendencia a la confirmación espontánea de lo que resulta congruente con nuestras ideas y valores, etc.

La verdad es que no razonamos muy bien y aún deliberamos peor. Somos buenos en tecnología pero deficientes en ética. Esto, sin embargo, no resulta muy extraño. También los ojos que tenemos nos permiten ver y no es que sean precisamente un prodigio de ingeniería. La evolución ha inventado varias veces varias maneras de ver, todas ellas con claras limitaciones y errores de diseño. Al final lo que cuenta en la evolución es la eficiencia de los resultados, aunque no sea una eficiencia óptima. Estamos provistos de cerebros propicios al error y a la distorsión (no hace falta esperar a las campañas electorales para comprobarlo). Cuando estudiamos la naturaleza esto se puede corregir, pero en los asuntos humanos resulta mucho más difícil. Demasiada complejidad a digerir de golpe por unos cerebros que han evolucionado durante millones de años para realizar otras funciones.

Las neurociencias nos vienen a decir que los cerebros de los humanos han conformado unas mentes más bien perezosas y con tendencia a dejarse engañar, incluidos los autoengaños de creer lo que queremos creer. También explican porqué la lógica y las matemáticas suponen un problema para la mayoría de la gente. La conclusión es que ante la complejidad que vuelve obsoletas las viejas ideas, más que exigir y elaborar concepciones más refinadas, nuestros cerebros suelen pedir simplificaciones alternativas.

El hecho de que los mitos de las religiones o de las ideologías que pretenden tener la clave de los problemas de la humanidad consigan tener muchos seguidores tiene que ver al menos en parte con la pereza epistemológica y las tendencias cognitivas defectuosas arraigadas en nuestros cerebros. Tendemos a creer concepciones simples basadas en la combinación de unos pocos elementos que pretenden dar respuesta a preguntas genéricas, sobre la vida individual o social, por estrafalarias, surrealistas e incluso ridículas que sean. La evolución nos ha procurado cerebros a la vez vagos y crédulos. Bertrand Russell expresaba algo parecido con su fina ironía británica cuando venía a decir: «Se dice que el hombre es un animal racional; me he pasado toda la vida buscando las pruebas».

Los humanos somos unos animales bastante extraños. Por mucho que repitamos que «si la gente escuchara, hablaría menos», hablamos mucho más de lo que pensamos y estamos condenados a pensar mucho más que a conocer. Y cuando lo hacemos es normalmente con prisas, desde premisas muy simplificadas e intereses a corto plazo.

Saber lo que ignoramos nos puede hacer más respetuosos con los demás, ser más liberales en el mejor sentido del término. No estaría quizás mal insistir de vez en cuando en lo que ignoramos, un ámbito que Kant veía como un océano a punto de engullir la isla del conocimiento que hemos ido creando desde nuestros propios límites epistemológicos. ¿Los humanos? Unos animales muy raros, más emotivos que racionales, que viven en un planeta perdido de una galaxia como tantas otras.

ARA