De la saturación política

A tres semanas de las elecciones municipales, según el CIS, el 47% de los barceloneses no tenían decidido su voto. No me extraña. Y si vemos el último Baròmetre d’Opinió Política del CEO del mes de marzo pasado, el 56,8% de los catalanes confiesan tener poco o nada de interés por la política, y el 49,8% reconocen que están poco o nada informados. Tampoco me parecen cifras exageradas. Y si más allá de la respuesta subjetiva se hicieran algunas preguntas de control objetivo sobre lo que se sabe y se entiende de política, los resultados mostrarían cifras todavía más contundentes. Como en el chiste, el resultado a la pregunta sobre si es más grave la ignorancia o la indiferencia política, en caso de que los cuestionarios ofrecieran la opción, seguro que el primer lugar lo ocuparía el “no lo sé, ni me importa”.

Lo que sorprende, pues, es que con estos datos tan precarios los medios de comunicación y los comentaristas dediquemos tanta atención a especular sobre unos tan inciertos resultados electorales. Especulamos con cifras calculadas a partir de la opinión de poco más de la mitad de los ciudadanos electoralmente decididos, de la mitad de los políticamente informados y de menos de la mitad de los interesados en la política. El análisis preciso de las motivaciones reales del elector y la lógica del proceso de decisión del voto, estudiadas con cuestionarios que ofrecieran algo más que respuestas políticamente correctas, probablemente nos pondría los pelos de punta. Bien lo demuestra que algunos candidatos consideren que cantar el programa a ritmo de rumba puede ser la vía para captar la atención de los indiferentes, o que poner la foto en la papeleta pueda ser el camino para ser reconocido por los desinformados y obtener su voto. No sé qué resultados dan este tipo de recursos, pero si fueran significativos, cabría considerar que las “revoluciones” actuales buscan el aval electoral en la ignorancia y la indiferencia.

Sin embargo, intuyo que en el otro extremo de la indiferencia y la ignorancia, la alta tensión política provocada por la crisis de las viejas hegemonías de los grandes partidos está creando una saturación en el electorado que tampoco sabemos en qué puede acabar. Quiero decir que detecto entre personas hasta ahora muy interesadas e informadas políticamente unas proporciones notables -que soy incapaz de medir- de cansancio.

Un agotamiento que sería consecuencia de la sobreinformación política que está generando el proceso de sustitución de partidos y liderazgos. Una sobrecarga de información política, a menudo crispada en el tono, capaz de penetrar incluso en medios y horarios televisivos tradicionalmente dedicados al entretenimiento y que han convertido la política en espectáculo de circo con domadores, equilibristas y clowns.

El fenómeno de la saturación informativa no es nuevo. La década posterior a la muerte de Franco, cuando la prensa escrita dominaba la información política y con poco margen para el chiste, la caída de la difusión de diarios fue más que notable. Cuando todo hacía pensar que con la nueva libertad de prensa y las grandes expectativas que traían los nuevos tiempos tendría que haber habido más lectores, las ventas bajaron. Cuando la efervescencia política por el cambio de régimen era más alta, los medios que la narraban con más rigor no se beneficiaron de tal ventaja. En el conjunto de España, después de la muerte del dictador, la difusión de prensa bajó un 10% y no se recuperó hasta a principios de la década de los ochenta. En Catalunya, la caída fue todavía más notable, de casi un 20% en 1986, y la difusión de 1976 no se recuperó hasta principios de los noventa. En este caso, muy probablemente, el cierre de cabeceras tradicionales y la aparición de nuevas, pueden explicar parcialmente la pérdida de lectores. Pero no tengo ningún tipo de duda del peso de la saturación informativa.

En definitiva, aunque esta vez sea sin poder contar con ninguna evidencia científica, estoy dispuesto a sostener una hipótesis las consecuencias y la magnitud de la cual todavía no puedo precisar. Y es la siguiente: la enorme tensión que ocasiona la incertidumbre de los escenarios políticos futuros y la sobrecarga de información, declaraciones y análisis que produce, más que interés, causa una saturación narrativa que lleva al ciudadano a una progresiva desconexión. Una saturación paralela a la aproximación mediática frívola que con apariencia de crítica audaz, a la vez que puede conseguir buenas audiencias, deja el espectador asqueado de los políticos y la política. La saturación del deseo estaría matando el interés. Tanto a los excesos informativos en torno a la nueva política, como también sobre el proceso soberanista.

Desde mi punto de vista, pues, ahora estaríamos en las antípodas de aquello que se calificó como desafección política, sí. Pero, paradójicamente, las consecuencias serían exactamente las mismas. Es decir, el exceso de afección produciría cansancio, como producía la desafección. Y es por eso que cansan los análisis que caen en la tentación de moralizar sobre los estados de ánimo político del ciudadano, sobre todo cuando sólo se aplican a las posiciones políticas de los adversarios. El supuesto de que la propia posición es la racional y la de los otros, emotiva, es de una superioridad moral despreciable, en el sentido que no debe tomársela en consideración. Mi opinión es que no estamos ante variaciones en los estados de ánimo político ni en la moral de victoria o de derrota, sino que se saturan las audiencias y que nos acabaremos aburriendo de la política.

La Vanguardia