Sociedad cobarde

No creo que se puedan identificar automáticamente las grandes muestras de rechazo a los recientes asesinatos en París por el fanatismo yihadista con la defensa radical y sincera de la libertad de expresión, aunque muchas personas exhibieran el famoso «Je suis Charlie Hebdo» en solidaridad con los miembros de la redacción de la revista. Una cosa es condenar un acto criminal y exorcizar el miedo a través de un rito social, y otra muy diferente es ejercer la propia libertad de expresión y defender la de los otros.

Lo digo, en primer lugar, no por acusar a nadie de hipocresía, sino para poner las cosas en su lugar. Muchos de los altos dirigentes que asistieron a la manifestación del 11 de enero en París no estaban allí para reivindicar una libertad de expresión de la que precisamente demuestran cada día que son unos malos centinelas, sino para condenar unos ataques terroristas de los que sí se sienten víctimas directas o potenciales. Pero también puede decirse de la reacción ciudadana, movilizada en solidaridad con unas víctimas inocentes, al margen del juicio que estos mismos ciudadanos hagan del humor de la revista y, claro, de su compromiso personal con la libertad de expresión.

Un segundo dato que ha oscurecido el debate público es que la violencia yihadista haya tomado Charlie Hebdo de pretexto para cometer sus crímenes, y no que la irreverencia del semanario haya sido la causa real. En las Torres Gemelas de Nueva York, en Atocha en Madrid, en los atentados frustrados en Bélgica hace pocos días, no había ninguna razón vinculada a la libertad de expresión. No les hace falta. El semanario satírico, es cierto, por su osadía a la hora de provocar las hipersensibilidades religiosas de todo tipo, añadía una excusa y ofrecía una diana clara a los terroristas. Por supuesto que veo necesario que discutamos sobre el derecho a la irreverencia religiosa en general, con o sin atentados. Pero, en el fondo, a los hermanos Kouachi y Amedy Coulibaly no les hacía ninguna falta la sátira de Charlie Hebdo para justificar sus asesinatos.

En tercer lugar me gustaría hacer notar la interesante translación del calificativo sagrado, en el sentido de intocable, de los dioses de las religiones tradicionales a la misma libertad de expresión. El desplazamiento de los sagrados apunta a la vieja tesis durkheimiana: «No hay ningún evangelio que sea inmortal, pero no hay ninguna razón para creer que la humanidad en este momento sea incapaz de concebir uno nuevo». Desde esta perspectiva durkheimiana, el debate no sería entre religión y laicidad, sino entre los tipos de sagrado y sus consecuencias en los códigos morales de todas las religiones, sean teístas o laicistas, pasadas o presentes. Dicho de otra manera: la cuestión es si la libertad de expresión, por sagrada que sea en nuestro sistema democrático, no se puede tocar ni tiene límites o, al contrario, cuáles son los límites implícitos en su ejercicio. Es oportuno aquí recordar todo el asunto sobre el comportamiento de Noam Chomsky en 1979 en relación con el caso del encarcelamiento del negacionista Robert Fourisson, o el debate de la ley Gayssot de 1990 por la cual en Francia se castiga la negación de los crímenes contra la humanidad.

Sin embargo, lo que sobre todo me interesa es observar que mientras con una mano nos manifestamos radicalmente a favor de la libertad de expresión, con la otra demostramos que somos una sociedad cobarde, dramáticamente atenazada por una corrección política que criminaliza a los que se salen de la censura impuesta en determinados ámbitos tan intocables -sagrados- como el de la libertad de expresión. Una censura que no tan sólo afecta a la opinión individual, sino que se impone por encima de la información, por consistente que sea, si es que contradice o sencillamente matiza las verdades establecidas. Anthony Browne lo denunciaba en el 2006 de manera magistral y, claro, escandalosa en The retreat of reason (en catalán, Ridículament correcte. El perill totalitari de la correcció política, La Campana, 2010), en el marco de la sociedad británica. Se necesitaría ser muy valiente para hacer una cosa parecida aplicada a la sociedad catalana. Pero sería de un higiénico mental indispensable, sobre todo si se quiere construir una sociedad nueva que, además de «justa y limpia», como se dice ahora, también hiciera causa de la libertad de una manera más valerosa de lo que estamos acostumbrados.

La situación de coacción es tal que incluso determinadas aportaciones científicas quedan silenciadas por el temor de no tener que someterse a la censura oficial, que, además de estar en manos de las instituciones formales, se ha ampliado a determinados grupos de interés envueltos en las mantas de los grandes valores. Sólo por hablar de lo que conozco, no se atrevan a discutir las causas y las cifras de la violencia de género, el pésimo sistema de gobernación de las universidades o a defender las bondades de nuestro sistema educativo y sanitario. Pasarán inmediatamente a ser un presunto maltratador, un partidario de la privatización de las universidades o un cómplice -bien pagado- de los recortes gubernamentales.

Como liberal de izquierdas, es decir, alguien que defiende los objetivos de la equidad, la justicia y el bienestar social pero conseguidos por la libre y responsable decisión de los ciudadanos y no por el paternalismo sobreprotector del Estado, me gustaría ver cómo la apuesta por la libertad de expresión, además de la de los caricaturistas de Charlie Hebdo, también llegaba a todos los ámbitos, ahora coaccionados por policías de la opinión pública uniformados con el disfraz de los grandes principios sagrados de nuestros días. Decía Thomas Jefferson: «Deshazte de todos los miedos y de todos los prejuicios serviles que doblan a las mentes débiles. Sienta a la razón bien quieta en su lugar y trae ante su tribunal cada hecho y cada opinión».

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