El imperativo de la supervivencia

Sobrevivir es un imperativo. No es en sí mismo una opción sino la primera obligación impuesta por la naturaleza. Si el hombre como ser social se apoya en la comunidad de elección, en aquella en la que además de haber nacido es fruto de una opción participando activamente en su construcción y respetando las peculiaridades originarias, las particularidades – lo mismo que se procura al nivel individual-, aquello que de modo positivo haya de imponerse no puede ser otra cosa que la imprescindible cooperación. Ello va justamente en la dirección contraria de las políticas liberales, bien sean neos o todo lo contrario, tradicionales, que invierten el orden sacrificial de la parte por el todo en su propio y único beneficio. Así, la cuestión del programa alimenticio por el que Burkert justifica analógicamente la necesaria búsqueda del sustento con el pautado relato de la narración popular, el cuento -sistematizado por Vladimir Propp-, obtiene su fin último en la consecución unívoca del imperativo biológico y de la expresión cultural.

Normalmente, es la búsqueda del alimento, signadas como oportunidades, lo que consigue hacer nos desplacemos de un lugar a otro y nos naturalicemos de aquel otro lugar que nos ofrece tal cúmulo de ventajas. Lo que justifica aún hoy en día el incesante flujo de migraciones. El concepto capitalista de la movilidad, sin embargo, tan en boga desde hace unos años a esta parte, donde el hombre no cuenta sino como uno más de los recursos de la empresa a la cual se debe, persigue de manera voluntaria o forzada romper con el arraigo y con los lazos de la solidaridad identitaria, de pertenencia a determinada clase o comunidad basada en un interés compartido que no sea el suyo. Desestructura, por tanto, el relato construido sobre el concepto de clase como así también, al menos de manera momentánea, al modo del intervalo, el más arraigado de la identidad de origen e inclusión. Así, la experiencia del programa aplicado a un animal cualquiera para asegurar la supervivencia del individuo y de la comunidad, sintetizado por Burkert en base a su experiencia y trabajo realizado en torno al influjo del hecho biológico en la configuración del relato cultural alrededor del hecho sagrado, pasa necesariamente por las observaciones que de manera pautada, a la vez que general, constatan el necesario abandono del hogar para la búsqueda y encuentro del nuevo lugar que garantice el aprovisionamiento; la posterior lucha por la adquisición de los recursos encontrados, en ocasiones ante otros muchos y diversos adversarios; el logro deseado bajo la fórmula del éxito y el prestigioso, aunque en ocasiones arriesgado, regreso al lugar del que se partió con el consiguiente reconocimiento basado en su propia salvación y la de la colectividad. Este arquetipo del héroe en acción es recogido también por Propp como la secuencia pautada del relato en el folklore de los pueblos que todavía conservan la tradición oral y aun en las nuevas modalidades del relato, incluidas las basadas en nuevas tecnologías -si cabe más todavía en estas-, puesto que “el cuento es la forma a través de la cual una experiencia compleja se vuelve comunicable.”

En opúsculo al estudio de Vladimir Propp sobre la morfología del cuento, Evguéni Mélétinski se refiere a otras muchas clasificaciones entre las que llama la atención aquella realizada por Dundes sobre la relación de par oposición, carencia-reparación de la carencia, que tras la sistematización del relato de los indios americanos, cree reconocer en las funciones binarias de prohibición-transgresión, engaño-complicidad involuntaria y tarea difícil-solución; añadiendo el que Dundes aporta además de consecuencia de la trangresión-evitación de la desgracia.

El relato oficial y crítico de la conquista de nuestro pequeño reino parece obedecer sospechosamente a este sencillo esquema. Si suplantásemos cada uno de los elementos del par por un acontecimiento histórico, por ejemplo el de la conquista desde el punto de vista del análisis realizado por el historiador Tarsicio de Azcona, nos sorprendería comprobar cómo una prohibición del papa Julio II implica la transgresión de la norma impuesta, o al menos la sospecha de un desafío, en la actitud de los reyes de Navarra, cuestión que facilita la maniobra de otro rey, el católico, para que mediante una argucia o engaño implementado por una complicidad involuntaria, la del propio hastío del pueblo sometido, debido al cansancio entre otras causas fruto de sus luchas internas, restablecer la tarea difícil del inestable equilibrio que nos traiga la solución de un nuevo orden aceptado por todas las partes implicadas en la contienda. Además, la visión de Juan de Huirte (1550-1625) introduce las variantes aportadas por Dundes de que la consecuencia de la transgresión tiene por finalidad la evitación de la desgracia, que de no ser así aún hubiera podido ser mayor. Y como en la solución final de todo cuento, todos terminemos felices comiendo perdices.

El padre capuchino aporta, además, la secuencia previa por la cual alguien es acusado de desobediencia para posteriormente aplicársele la pena en función del delito que podía ser en forma y bajo las figuras del cisma, de la herejía, de la contumacia, de la desobediencia, de la rebeldía y del contagio religioso. A partir del aviso (“monición antes de imponer una pena”), Tarsicio de Azcona constata cómo son aplicados todos los demás calificativos recogidos en su estudio sobre Las bulas de Julio II para Navarra con la intención (“pleno conocimiento y voluntad”) de resultar “poliédricas y sin escape jurídico alguno.” Es decir, que en este cuento los efectos de la geopolítica del momento hizo que la suerte estuviera echada aún antes de que la legitimidad del reino moviera ficha. Todo lo relacionado con el relato de la conquista parece tener que ver con esta peculiar variante de uno más de los motifemas de Propp y condiscípulos. El héroe central de esta historia es, siempre y en todo lugar, Fernando el Católico, rey de Aragón y de ambas Sicilias, considerado por la otra parte bajo sobrenombre de el falsario (que al parecer no lo fuera tanto, aunque sí instigador de la conquista) y tenido en alguna consideración por el autor de El Príncipe, Nicolás Maquiavelo. En definitiva, que la cuestión de la desaparición del reino de Navarra se debió a un interés del castellano compartido y garantizado por la Santa Sede tres días antes de la muerte de Julio II.

Todos los argumentos posteriores del navarrismo bien considerado han sido sobre los modos de la resistencia y el camino hacia la supervivencia, su único y verdadero éxito, el seguir existiendo. El refugio, por tanto, en las faldas del Imperio, para la iniciativa navarra no supuso otra cosa que la búsqueda de nuevas oportunidades de carácter generalmente individual que redundó en beneficio de la comunidad de procedencia de manera indirecta en la figura del legado indiano. Algo que el discurso neoliberal de capitalismo, a la vez triunfante y decadente anima a realizar entre nuestra bien formada y aun escasa juventud. A los demás conciudadanos parece restarnos un lamentable dejarse ir muriendo de asco y hastío, pues aun para Scheler la “primera condición para una supervivencia después de la muerte, es la muerte misma”.

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