Mentar la soga en casa del ahorcado

si Fernando Molina constataba la existencia de historiadores buenos y malos, el carlista P. Ventura añadía la de historiadores científicos, poco científicos y nada científicos. En realidad, Ventura solo se defendía a sí mismo. Primero, descalificaba a Fernando Molina; luego, descalificaba a quienes eran descalificados por Molina y, finalmente, me descalificaba a mí, no por lo que escribiera en mi artículo, sino porque discrepaba de algunas de mis interpretaciones, “poco científicas sobre el carlismo”.

Conviene recordar que en mi artículo Historiadores buenos y malos no aparecía idea alguna sobre el carlismo, por lo que la inculpación de P. Ventura resultaba de dudoso gusto dialéctico.

En cualquier caso, sería estupendo saber en qué sentido se utiliza aquí el término científico, porque Ventura no lo dice. Lógico. No es fácil establecer en qué consiste la verdad científica cuando se trata de interpretaciones sobre hechos históricos, y máxime si estos pertenecen al Neolítico. Sin embargo, a Ventura le resultaba muy fácil aplicar la condición de anticientíficas a mis interpretaciones sobre el carlismo. Hay que suponer que no coinciden con las ideas que él tiene sobre el carlismo. Seguro que las suyas transpiran ciencia hasta en el uso de los guiones.

Yo no tengo inconveniente en aceptar que sus ideas sobre el carlismo sean científicas y si lo desea, también, producto de la ley de la entropía, de la física cuántica, del principio de incertidumbre y por serlo, estar por encima de la corruptibilidad del tiempo pasado y venidero.

Sin embargo, no se trataría de dirimir si mis interpretaciones son científicas o patafísicas. Supongo que serán tan discutibles y criticables, como la mayoría de las opiniones e interpretaciones. ¿Porque no son científicas? Para nada. El estatuto de la Historia es la interpretación que hace un sujeto de unos hechos. Y más importante que la ciencia utilizada en ello es la deontología ética que se le echa a la elaboración de dicho compendio de interpretaciones. Si éstas se someten al interés gremial, económico, político o social del individuo que investiga o al grupo de presión al que pertenece, no es que las interpretaciones dejen de ser científicas o fantasmagóricas. Sencillamente, se utilizan de un modo bastardo, y es lo que habrá que condenar. La verdad de la bomba atómica no deja de ser bomba atómica porque haya matado a millones personas. Sigue siendo producto de la ciencia.

Mi interpretación global es que el carlismo ha constituido la papilla ideológica, sentimental, mental, religiosa y cultural más importante que Navarra ha engullido desde 1834 hasta bien entrado el siglo XX. Gracias a ella, el panorama del siglo XIX navarro no ha podido ser más triste y más desolador.

A partir de 1834, año de la llamada primera guerra carlista (1834-1840), pasando por la segunda (1846-1849) y la intentona de 1860, hasta la tercera (1872-1876), el nivel material de pobreza, de orfandad, de miseria moral, artística, mental y económica aumentó en progresión geométrica en Navarra; lo mismo que los niveles de robo y de criminalidad.

El ideario carlista fue un pensamiento reaccionario, conservador, copiado del que cultivaban en Europa los seguidores de De Maistre y otros galopines ultramontanos, como bien demostró Javier Herrero en su libro Los orígenes del pensamiento reaccionario. El carlismo se opuso desde el principio al sufragio universal instaurado en España el 26 de junio de 1890. Se mostró en todo momento beligerante contra el sistema parlamentario, considerándolo ajeno a las tradiciones española y navarra, siempre monárquicas. En las elecciones de 1901, sus mentores ideológicos sostendrán sin que nadie los metiera en la cárcel que “los carlistas tienen repugnancia a la lucha electoral, mala, mil veces más desagradable y menos noble que la misma lucha armada, mil veces más simpática y deseada”.

Y así siguió hasta que se le apareció Mola y se los llevó al huerto del golpe militar, desnudando más si cabe el carácter intrínsecamente reaccionario de su ideología. Los carlistas podrán aducir otras interpretaciones, pero queda patente que el golpe militar si tuvo lugar, lo fue gracias al sí quiero del carlismo.

El carlismo contribuyó como pocas ideologías a implantar y desarrollar el llamado nacionalcatolicismo católico, ese fascismo de la fe que ha justificado cualquier barbaridad en nombre de Dios, y del que no se han librado de invocar todas las guerras habidas y por haber en estas tierras. No en vano los carlistas de 1906 tenían a gala proclamar que “Navarra fue cristiana antes de Cristo”. Y a un carlista, recién salido de misa doce, a ver quién lo para.

En cuanto a la ciencia, que tanto le preocupa a P. Ventura, le recordaré que el partido al que pertenece jamás apostó por ella. Al igual que a la Iglesia le daba repelús todo lo que fuera libre pensamiento, investigación, exploración en cualquier ámbito de la existencia y educación científica. Sus arrebatos contra Ferrer i Guardia, fundador de la Escuela Modera, fueron constantes y sonantes. Luego se alienaría y/o alinearía con el franquismo para arremeter contra cualquier viento pedagógico que procediera de la escuela de Ginebra, dirigida por Piaget.

Habría que recordar que, en honor de su ciencia particular, los carlistas aplaudieron en 1895 la retirada de las obras científicas de Odón de Buen de la universidad, incluidas en el Índice de libros prohibidos, y relamerse de gusto por la posterior suspensión del catedrático de Historia Natural de la Universidad de Barcelona. Odón de Buén, uno de los grandes científicos de su época que introdujo en la universidad las teorías de Darwin fue en todo momento humillado por los científicos carlistas navarros, tanto por los seguidores de Nocedal, de La Tradición, como los de El Pensamiento Navarro.

Comportamiento intransigente que no deberá extrañar. El partido carlista ha cultivado a lo largo de su historia un pensamiento teocrático. No en vano, la trinidad de su ideología fue Dios, Patria y Rey, tres de los conceptos más nefastos de la humanidad a lo largo de su Historia. Por ellos dicen que salieron, según copla de Baleztena, a culminar su cuarta guerra carlista en 1936 contra la II República, roja y masónica, aunque, finalmente, Franco les diera por donde más les dolía: haciéndose él caudillo de España por la gracia de Dios y enviando al carlista rey pretendiente a las Bardenas a recoger esparto.

Ni qué decir tiene que el mundo de los despropósitos del carlismo son innumerables. No en vano trajo por la calle de la amargura a Navarra y a España durante un siglo entero. Alguien pensará que las circunstancias son capaces de producir cualquier tropelía, incluida la barbarie. Seguro que sí. Pero un contemporáneo de estos carlistas, que preferían el máuser al voto de una urna, también dejó dicho que “las circunstancias no son nada; el talento lo es todo”. Y que, cuando la masa es dirigida por unos dirigentes de dudosa calidad ética y moral, además de falta de masa encefálica, aquella se convierte en jauría ante la que es mejor volverse invisible.

Este tipo se llamaba Mariano José de Larra.

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