Sobre las lenguas, el separatismo y el estado nación

Ante los constantes ataques a las opciones soberanistas por parte de autores «sin duda muy competentes en sus respectivas especialidades», Sasiain hace en su artículo un repaso histórico para analizar las causas de «lo que no es más que una expresión de un problema de fondo: la incapacidad del Estado para armonizar la convivencia de las diferentes naciones que conforman el mismo».

El profesor Savater publica un artículo en un periódico madrileño donde da su opinión sobre una recomendación al rey Felipe V para que en su discurso de toma de posesión utilizara lo más posible el catalán y, ya puestos, el euskera y el gallego. Para el articulista, el discurso del nuevo monarca fue sobrio y formal, y decepciono a los separatistas. Además de las procedentes alabanzas cortesanas, el profesor Savater amplía sus opiniones reconociendo en las diversas lenguas de nuestras regiones, dice él, una indudable y reconocida riqueza cultural, para seguidamente añadir: «Pero no son una legitimación de la fragmentación política, como pretenden los nacionalistas, y en tal sentido reivindicar la lengua común es defender lo que nos une como país y estado de derecho…». Su argumentación continúa para concluir: «En esta incomprensión radical entre la variedad cultural y la unidad política me parece que se cifran buena parte de los equívocos alentados por nuestros separatistas, que confían en que la gente ignore que la primera no justifica la demolición de la segunda».

Si la razón del independentismo fuese tan convencional como la de alimentar un «equívoco» apoyándose en la diferencia cultural, no sería difícil enderezar el pretendido entuerto: hágase el estado defensor de las lenguas y culturas diferentes de la Península y quebrará de facto todo el discurso separatista y diferenciador. Pero mucho me temo que la cosa no es tan sencilla, y que Savater yerra en sus argumentos y conclusiones.

Sorprende que autores y académicos, sin duda muy competentes en sus respectivas especialidades, se dediquen a atacar sin mesura a lo que no es más que una expresión de un problema de fondo: la incapacidad del Estado para armonizar la convivencia de las diferentes naciones que conforman el mismo. No estaría de más un análisis pormenorizado de las causas que provocan el auge del independentismo y su coincidencia con una crisis política, social e institucional que, por su persistencia en el tiempo, adquiere un carácter estructural. Repetir incansablemente que la culpa es de los demás, de manipulaciones y equívocos, nos lleva invariablemente a confundir efecto con causa, síntoma con enfermedad.

 

Sostengo en estas líneas -con la brevedad que exige el medio- que el Estado español nunca ha logrado aunar las diferentes sensibilidades culturales, emocionales, políticas y de comunidad de proyecto que podrían dar lugar a la formación de un estado nación.

El nuevo concepto de nación en el Estado español surge durante el proceso de cambio en el que se deja atrás el Antiguo Régimen, siendo sustituido, entre avances y retrocesos, por un régimen liberal. Un selecto grupo de liberales, muy minoritario, alumbró la Constitución de 1812, modelo de texto jurídico unitario y de lo más avanzado y progresista en el continente, que por el contrario, se pretendía aplicar en un ámbito territorial que encabezaba las posiciones en atraso económico, diversidad cultural, diferentes modelos de explotación económica, analfabetismo, pobreza y precariedad de toda Europa Occidental.

La falta de confianza y ausencia de un firme apoyo social hace a los liberales emprender proyectos reformistas apoyándose en la nobleza, no disputándoles su hegemonía, de forma que abren un espacio para la burguesía pactado con la anterior clase dirigente. Los hechos son irrefutables. El proceso desamortizador impulsado por Mendizábal, en la práctica, se convierte en una medida recaudatoria dirigida a conseguir fondos para encauzar la Guerra Carlista; no propicia la necesaria reforma agraria y, en contra de su ideario, empuja la concentración de la propiedad y el latifundismo. Se pone en cuestión un modelo económico e institucional atrasado, caduco y sin ideas, pero a su vez no se incorporan medidas y recursos que lo sustituyan. En la década de 1830 asistimos a un cerco a las viejas estructuras económicas que empujan, en el caso vasco, a la proletarización de arrendatarios y pequeños propietarios de caseríos, sin que surja una economía alternativa apoyada en la industrialización.

El resultado de semejante desvarío incide en las causas que motivan la primera Guerra Carlista, dando continuidad al despropósito de guerras, pronunciamientos, levantamientos cantonales, golpes contra la Primera República, restauraciones monárquicas, en definitiva, al desastre del siglo XIX español.

Si en la primera parte del siglo XIX España pierde la mayoría de su imperio colonial, al final de la centuria Cuba y Filipinas rompen sus vínculos de dependencia. No son pocos los historiadores que, retrospectivamente, han visto en la pérdida de las últimas colonias relevantes una oportunidad para dedicar esfuerzos y capitales en la Península, abandonando las aventuras de ultramar que, a la postre, no han traído más que pérdidas y desgracias. Pero lo cierto es que, en su momento, la pérdida de los territorios de ultramar se vivió como una tragedia que relegaba a la España de donde nunca se ponía el sol a un proyecto sin esencia, temeroso y sin capacidad de reacción.

La vivencia del desastre se vivió de un modo muy particular por el Ejército. Este se sintió desasistido y traicionado por los políticos, atacado por la prensa y no respetado por el conjunto de la sociedad. El modo en que los militares se recuperaron de la que para ellos era una situación injusta fue retroalimentando su aislamiento, despreciando a la clase política, poblada de caciques y arribistas y, a su vez, sintiéndose la única institución capaz de defender la «patria y la nación» de las dos amenazas más importantes que se cernían sobre ella: el desorden social provocado por los trabajadores y el separatismo de las regiones del norte. Embarcados en la defensa de los últimos emplazamientos coloniales del norte de África, remedo de esperpénticas glorias militares, el mesianismo gremial del Ejército se convierte en la esencia de dictadura militar de Primo de Rivera y el levantamiento del 36. En el largo periodo de la dictadura, el independentismo se consolida en la lucha frontal contra el franquismo; la posterior gestión de la transición a la democracia representativa, en lugar de provocar un acercamiento, refuerza los antagonismos.

Si alguna vez hubo alguna posibilidad de conformar una idea de España como nación de naciones que recogiese a los diferentes pueblos de la península ibérica, esta se ha malogrado por el egoísmo, cortedad de miras y desprecio a la diferencia y, sobre todo, por la incapacidad innata de una clase dirigente de situar su proyecto de estado en una senda de progreso y convivencia.

Joxe Maria Sasiain Arrillaga*
GARA

*Historian lizentziatua