El círculo cerrado

Le conocí hace 40 años en Altzuza, en medio de un huerto de una casona de piedra del siglo XVIII, en el que Jorge Oteiza trabajaba su obra, pero le debí de conocer años antes, en Buenos Aires, donde él arribó tras una viaje que comenzó un enero de 1941 en Marsella, cuando los vascos exiliados, entre ellos su padre Francisco, tenían que volver a partir. La invasión nazi a Francia amenazaba su seguridad. Él tenía 18 años y padeció la dramática caminata de París a Marsella, la desesperante espera en el espigón número 7 del puerto a que partiera el Alsina, mercante de bandera francesa, uno de los últimos barcos en zarpar por el Mediterráneo. Junto a Niceto Alcalá Zamora, Telesfora Mono, el escritor Tellagorri y mis padres, entre otros, comenzó la derrota de una navegación que los dejó anclados meses en el puerto de Dakar, los internó en campos de concentración en Marruecos, hasta que pudieron cruzar el Atlántico a bordo del Quanza, recibir la cálida bienvenida de trompetas mexicana, regresar a la inseguridad de un campo de concentración cubano, y arribar finalmente a puerto de Buenos Aires en abril de 1942. Argentina estaba cerrada a la inmigración europea, pero amparados por el decreto presidencial de excepción, que abría las puertas de la república a los vascos, pudieron acceder a tierra firme y segura. Yo nací nueves meses después.

Pero siempre hablábamos del Alsina tal como si hubiéramos compartido aquel viaje dramático que los vascos hicieron paralelo al itinerario de Ulises, confiriéndole humor y solidaridad y dignidad donde hubo penuria extrema e indefensión absoluta. Cuando supo que iba a escribir la historia del Alsina, se ofreció a prologar el libro y aun me entregó un dibujo suyo para su portada. Por eso, cuando le hicimos una visita a su caserío de Hondarribia, solo hablamos del Alsina. Nada más que del Alsina, como si el mundo no se hubiese transformado en todos los años que habíamos vivido después de un viaje en el que no estuve y en el que él se hizo hombre.

Pero hubo un intervalo de tiempo en que pudimos discurrir sobre los dioses vascos, esos olvidados seres de nuestra mitología, que nos rescató del olvido aita Barandiaran y a los cuales él los talló en madera, haciéndolos grandes y hermosos, dotándoles de una vida que jamás tuvieron. En la entrevista del Euzkadi, boletín que dirigía Iñaki Anasagasti, relaté en mi entrevista como Néstor se introdujo en ese círculo sagrado del inmemorial tiempo vasco, sintiendo no espanto sino emoción por intentar descubrir el mundo de las raíces de la tierra y de la oscuridad de la noche. Los dioses fueron buenos con él porque no le percibieron orgullo, y le recibieron jacarandosos en el claro de luna… le imprimieron el misterio y el poder con que sus manos luego limaron las maderas sacrosantas, y le otorgaron la sencillez, el gran don de los dioses, aunque le condenaron a una tristeza irreparable, porque sus ojos vieron en aquel momento de creación tanta luz, que ya no podría olvidarla jamás. Estuvieron con él Eate, el genio de las riadas que solo corren en una dirección; Eiztari, el vibrante cazador; el malévolo Iditu, Amalauzanko con la resonancia de sus catorce zuecos… Argizaiola, Ortzadar y Aker Beltz que presidía el círculo, responsable de tantas rebeldías y sacrificios, pero señor del akelarre. No fue el mismo hombre Néstor cuando regresó de aquel encuentro místico de la medianoche.

También recuerdo el tiempo en que se buscaba un emblema para el Parlamento Vasco, y en que él transformó los siete pueblos vascos en un solo solo. Eran los días en que teníamos que desgarrar del escudo de Euskadi, las cadenas de Nabarra, y nos sentimos compensados por su creación, porque lo que estaba unido en la noche de los tiempos, no podía desbaratarlo un decreto con mala intención.

Muchas otras cosas ha realizado este hombre que se nos ha ido en este verano frío. Por eso su ausencia física cuesta menos soportarla, ya que nos deja en herencia su obra, pero yo me siento la única pasajera de un barco fantasma que continua viajando en la neblina del tiempo y por cuyas cubiertas jamás transité ni por cuyas literas jamás descansé, pero cuya historia relaté… y le veo y así he de verlo para siempre, como le describí en mi relato, un joven animoso en medio de la vorágine de la guerra de su pueblo, de la guerra mundial, acogido al benévolo asilo de Argentina.

Para él fue como el comienzo del recorrido del crómlech sagrado que nos confirió Oteiza, y que ha terminado de circular, grande y fuerte como era, para encontrar descanso en la tierra vasca, la que hurgó con sus manos de artista para entregaros sus dioses. Goian bego.

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