Javier Cercas y el mito de la transición

Soy de los que no entienden por qué hay quien celebra de una manera desmesurada ‘Anatomía de un instante’ (2009) de Javier Cercas. No hablo del valor literario de la obra, lo suficientemente bueno para mi gusto, sino de lo que cuenta en esta crónica de lo que fue el 23-F. De la tesis que defiende, en definitiva. Eso mismo me pasó con su otro libro ‘Soldados de Salamina’ (2001). Una de las claves del éxito de Cercas es que escribe bien, mientras que, por norma general, los historiadores profesionales no saben escribir. Y si saben, a menudo escriben dirigiéndose a los colegas, a la academia. Por lo tanto, cuando de repente aparece un libro sobre un hecho histórico que mucha gente ha vivido y está bien escrito, el público -y la crítica- se vuelca generosamente. Es normal.

Con las obras de ficción y no ficción, los artículos en la prensa y las charlas, Cercas ha construido una tesis sobre la memoria del pasado reciente. Una tesis amable, aunque no quiero decir que eluda el conflicto, pero que se sostiene en técnicas literarias más que historiográficas. Cercas resuelve el conflicto entre la realidad y la ficción con una escritura abstraída, reflexiva, que vuelve sobre sí misma y se recluye en su condición de artificio, pero no se sostiene en el archivo, que es lo que es propio del historiador. Como mucho tira de las hemerotecas y de los testigos. Pero, claro, como su oficio no es exactamente el de historiador, se olvida de la crítica de las fuentes y las da casi todas por buenas. Cercas siempre habla de él como literato, pero la prensa -y él mismo cuando escribe las habituales letanías periodísticas en ‘El País’- lo presenta como alguien que aspira a hacer comprensible para el gran público la guerra civil o el golpe de Estado de 1981. En definitiva, convierten al narrador de una historia en un autor de tesis. En un historiador a quien hay que hacer caso.

Será por eso que la semana pasada Cercas fue invitado al Círculo del Liceo para charlar un rato sobre una cuestión propia de los historiadores: El presente del pasado. Fue acompañado de otro novelista, Ignacio Vidal-Folch, que también es muy aficionado a la historia. De él es aquel artículo sobre las ruinas del Born de la época en que se discutía qué hacer, era el año 2002, y que tituló, de manera insultante y burlona, ‘Chuky y la rata’ (http://elpais.com/diario/2002/04/08/catalunya/1018228041_850215.html). Las solemnes alfombras de uno de los templos de lo que queda de la gente bien de Barcelona acogían a dos nostálgicos de la transición ordenada, la que ahora está en crisis, según ellos, por un exceso de aventurerismo. O mejor dicho, porque en Cataluña hay quien quiere vivir tiempos interesantes. La idealización de la transición, que incluye asegurar, como hizo Cercas, que se hizo sin violencia no es nueva. Es muy del gusto del establishment actual y los protagonistas de entonces para criticar lo que está vivimos hoy en día: la crisis del régimen autonómico que se pactó con la presión de la violencia.

En 2010, Mariano Sánchez Soler destrozó esta visión idealista de la transición liderada por unos hombres excepcionales y, como quien dice, irrepetibles, con un libro impecable, resultado de su tesis doctoral: ‘La transición sangrienta. Una historia violenta del proceso democrático en España (1975-1983)’. El periodista alicantino analizaba minuciosamente las acciones que provocaron 2.663 víctimas por motivos políticos, de las cuales 591 fueron asesinadas, entre el 20 de noviembre de 1975 y el 31 de diciembre de 1983. En él detalla los 188 asesinatos, que no son pocos, como resultado de las «tramas negras al servicio de sectores involucionistas». Con siglas diversas (Batallón Vasco-Español, ATE, Triple A) y tomando como excusa la lucha contra el terrorismo de ETA y los GRAPO, de hecho fueron protagonistas de la guerra sucia más sangrienta que la policía atribuía a «grupos incontrolados». Durante la transición hubo «una violencia oficial e institucional», asegura Sánchez Soler, al mismo tiempo que «observas que los que durante el franquismo se dedicaban a interrogar y controlaban el régimen, fueron los especialistas antiterroristas durante la transición democrática, al igual que los jueces del Tribunal de Orden Público (TOP) luego fueron los que autorizaron las amnistías», sin reconocimiento de las víctimas ni reparación a los descendientes. Hace tiempo que pienso que con la historia pasa lo que no pasa con ninguna otra ciencia del conocimiento: todo el mundo tiene una teoría que no se atrevería a exponer si de lo que hablara fuera, por ejemplo, de cómo curar el cáncer con un grano de ajo. La historia es complejidad, por encima de todo, y quienes más deberían saberlo son muchos de los socios del Círculo del Liceo, que en la transición tenían un pie en cada lado. La historia también es lengua. Quiero decir, narración. Sin acciones lingüísticas no son posibles los acontecimientos históricos, ha escrito un gran historiógrafo alemán, Reinhart Koselleck. Es cierto, sin el lenguaje es difícil interpretar el pasado o al menos mostrarlo. Pero ni los acontecimientos ni las experiencias se articulan en su traducción lingüística porque en cada evento hay varios factores extralingüísticos. Además, la experiencia vivida no siempre se somete a la comprobación lingüística.

En fin, seguramente Cercas es un buen escritor y no hace falta decir que tiene temple para pergeñar tiempo e historia, que es el fundamento de la narración, y sabe combinar lenguaje y artificio, esencial para construir una ficción, pero cuando se dedica a pontificar sobre la memoria y política, le sucede que le falla la profesión, que es lo que también les ha pasado a Vargas Llosa y a otros escritores transmutados en comentaristas de la realidad. La opinión no avala los conocimientos. Si acaso es al revés. Y es que el oficio de historiador no es exactamente el mismo que el del filólogo, que es el suyo.

EL SINGULAR DIGITAL