Democracia restringida

«La crisis que hoy afecta a Cataluña tiene que ver más con lo que no se quiso -o pudo- resolver en 1978 que con lo que pasó en Europa en 1989»

El profesor Jan-Werner Mueller reflexionaba en un artículo publicado en noviembre del año pasado (ayer le reprodujo La Vanguardia) sobre lo que llamaba  olvidado siglo XX . Tony Judt apelaba al mismo olvido en el subtítulo del libro Reappraisals, de 2008, que en la versión castellana se convirtió en el título. La complejidad de los inicios del siglo XXI hace que se mire atrás, hacia el siglo XX, para entender algo. Y es que pese la aceptación casi general, la teoría del «siglo corto» que difundió Eric Hobsbawm no acaba de funcionar para explicar los cambios estructurales que se han producido en varios lugares en los doce primeros años del siglo XXI. Es una lectura, digamos comunista, del siglo, cuyos inicios se situarían en 1914 -y la consiguiente revolución rusa- y el final en la caída del Muro, en 1989, y la posterior disolución de la Unión soviética. No estoy nada seguro de que para un país como el nuestro esta manera de observar el siglo se adapte bien al corte cronológico propuesto. Para la nuestra es más importante el período comprendido entre 1898 y 1975, que es lo que ha determinado nuestro siglo XX, que el corte que propuso Hobsbawm. Pero es que, además, desde una perspectiva mundial, la actualidad responde aún a una mentalidad derivada de la guerra fría.

El 11-S despertó de pronto a los propagandistas del fin de la historia como Francis Fukuyama y compañía. Su idealista estado de sueño se vio alterado por la irrupción del terrorismo islamista, cuya fuerza y crueldad tuvo dos consecuencias evidentes. Primera consecuencia: eclipsó el terrorismo de «baja intensidad» que practicaban organizaciones como ETA, el IRA y otros desechos del ideologismo revolucionario de los años sesenta del siglo pasado. Segunda consecuencia: justificó las intervenciones militares en todas partes, aunque ya habían empezado en Afganistán y en Irak. El terrorismo internacional y su lucha nos ha llevado a aceptar una especie de democracia restringida, cuya dureza ha quedado aún más patente con el estallido de la crisis económica del 2008. Esta crisis ha hecho más evidente que nunca la fragilidad de la soberanía de los Estados que no son centrales y que la cuestión de la soberanía -y por consiguiente de las identidades- era tanto o más capital que la lucha entre la democracia y los totalitarismos.

Desde un punto de vista temático, pues, sí que ha habido coincidencias entre lo ocurrido en el mundo y aquí. Porque el debate político se ha paseado por los mismos paisajes: el conflicto social, la confrontación ideológica entre fascismo y comunismo, el sentido de la democracia, la sustitución de la izquierda liberal por la izquierda marxista, la confrontación nacional y el debate estatista, etcétera. Los picos de este debate han sido muchos desde la gran crisis colonial española de finales del siglo XIX que he mencionado antes: 1901 (primera candidatura catalanista), 1909 (Semana Trágica), 1917 (la triple crisis: social, política y militar) 1923 (la dictadura primorriverista), 1931 (2ª República), 1934 (crisis institucional de legitimación democrática republicana), 1936-39 (Guerra Civil) y la larga dictadura franquista, que llegó hasta el último tercio del siglo XX. Si en Europa la sensación de vivir permanentemente en una coyuntura de posguerra ha condicionado la evolución política del día siguiente de terminada la última guerra mundial, sobre todo en cuanto a la organización política, hasta el punto de que a finales del cincuenta cuajó la idea de la unión económica como paso previo a la unión política continental. Se consideró que esta unión política era imprescindible para neutralizar la vieja pugna franco -alemana de 1870. En este sentido, la crisis económica actual y la posición conjunta de Francia y Alemania ha hecho bueno el esfuerzo. Ahora bien, los déficits de legitimación democrática de la CEE, y posteriormente de la UE, a pesar de la existencia del Parlamento europeo, han acabado por afectar lo que hasta ahora no cuestionaba nadie: la unión económica.

En su artículo Mueller también reflexionaba sobre la insatisfacción ciudadana con un sistema democrático tutelado permanentemente por instituciones que no están sometidas al control directo de los ciudadanos. Son, por decirlo así, instituciones extrasoberanas, como los Tribunales Constitucionales o bien el FMI o el BCE. La democracia restringida crea insatisfacción, como la que provocó entre los catalanes la sentencia del TC contra el Estatut en el año 2010. La UE no tiene buena salud, pero el mal se agravará aún más si la democracia se debilita dando protagonismo a los que no pasan nunca por las urnas. Sin embargo, la crisis que hoy afecta a Cataluña tiene que ver más con lo que no se quiso -o pudo- resolver en 1978 que con lo que pasó en Europa en 1989. O en todo caso, es la suma de ambas cosas, de estas dos debilidades, lo que ha hecho que todo el mundo vea que la autonomía catalana va desnuda por la calle. Los esfuerzos del gobierno español por recortar aún más la capacidad de autogobierno van en la línea de acabar con la plenitud democrática que se había prometido una vez resuelta la gran contradicción. Eso sí que pasa en todas partes y en el mismo momento.

 

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