Larga vida a la Iglesia catalana

Mosén Pere Codina, en El Pregó del 23 de febrero, invitaba irónicamente a hablar sin miedo de “Iglesia catalana”, “aunque sea para preguntarnos… ¡si todavía existe”! Tiene toda la razón del mundo, y hace bien de proponerlo con humor, a la vista de lo que motiva su reflexión. Me refiero a la reciente respuesta de Xavier Novell, actual obispo de Solsona, a la pregunta sobre qué pensaba de la Iglesia catalana. El señor obispo, bien adiestrado, no defraudó las expectativas del periodista: “No hay ninguna Iglesia catalana; en todo caso, lo que hay es Iglesia en Catalunya”. Una respuesta calcada a la que también dio el obispo de Vic justo al ser nombrado.

 

Sí: es de risa de que dos jóvenes obispos “en Catalunya” –lo digo así para evitar que se sientan ofendidos si digo “catalanes” – quieran zafarse del envite de una pregunta como esta, sugiriendo su fidelidad a la Iglesia Católica Universal. Sobre todo, porque ellos saben muy bien que sí existe una Iglesia española con un perfil nacional bien definido en sus múltiples documentos, algunos de los cuales recientes. Dos obispos jóvenes, por otra parte, ejemplo del dramático retroceso de la Iglesia institucional catalana en relación a su compromiso con las esperanzas de su pueblo. Poner en duda la existencia de una Iglesia catalana conociendo su historia como gran provincia eclesiástica Tarraconense, sus grandes hombres de Iglesia, las enormes aportaciones a la cultura catalana, su contribución decisiva a la cohesión nacional en los momentos más graves de los procesos migratorios del siglo XX, incluso su compromiso con la lucha por las libertades nacionales en las épocas más oscuras de la dictadura franquista, eso sí que es hacer política, pero española. Afirmar que no queda nada de todo esto, no es tan sólo un acto de ignorancia, sino de soberbia. Y peor: es un gesto poco evangélico de resistencia al principio cristiano de arraigo –de encarnación, en términos eclesiales– al territorio de misión.

 

Nada extraño, sin embargo, a la vista de los aires que respiran nuestros jóvenes obispos en la Conferencia Episcopal Española, tan bien reflejados en el reciente anuncio de búsqueda y captura de seminaristas. La frase: “No te prometo un gran sueldo, te prometo un trabajo fijo” de la campaña –por cierto, sólo en español y subtítulos en inglés–, es toda una declaración de la concepción burocratizada de la institución. Frases enteras del anuncio servirían perfectamente para captar funcionarios docentes o sanitarios. Pongamos por caso: “No te prometo la comprensión de los que te rodean, te prometo que sabrán que has hecho lo que es correcto”.

 

Y, en ese tono arrogante propio de quien está a la defensiva, el obispo de Sevilla ha añadido que “el sacerdocio es la única profesión sin paro”. ¡Claro! No hay paro porque no dependen de la clientela –cada día más exigua–, sino de unos presupuestos públicos que no evalúan resultados…

 

Afortunadamente, uno se lo puede tomar con humor porque más allá de esta Iglesia oficial –dos palabras que desde una perspectiva cristiana tendrían que ser un oxímoron, como “fuego helado”–, existe una Iglesia “de sotobosque”, tal como la denominaba mosén Jesús Huguet, traspasado hace tan poco, y ya tan añorado y tan llorado en su diócesis de Solsona. Lo contaba hace poco más de un año en un texto tan breve como intenso, “Por qué continúo en la Iglesia”. Escribía: “Con motivo de algunos nombramientos de obispos, del trato infligido a hombres de Dios, de las injusticias y los tejemanejes del Vaticano y la cobardía de nuestros obispos a raíz del asunto del museo de Lleida, es difícil dejar de hacerte esta pregunta”. Pero daba una respuesta muy sencilla: él creía en la Iglesia de Jesucristo. Y añadía que aquello que lo confortaba era la Iglesia “de sotobosque”, “que no hace ruido ni llama la atención”. Una Iglesia catalana, pues, arraigada y comprometida con el país y, por supuesto, noblemente patriótica.

 

¿Qué ha conducido la Iglesia oficial “en Catalunya” no tan sólo a tanta mediocridad, sino al punto de negarse a ella misma como realidad encarnada? ¿Y cómo sobrevivirá esta Iglesia que busca funcionarios con trabajo fijo –recuerdo ahora a aquel seminarista del 30 minuts de TV3 que confesaba que su obligación era “estudiar, rezar y obedecer”–, y no profetas dispuestos a arriesgar el sueldo en nombre de la Verdad? No podemos responder aún con suficiente perspectiva, pero no tengo ninguna duda que ha sido resultado de una operación de decapitación muy bien calculada.

 

La celebración del concilio provincial de la Tarraconense el año 1995 alertó de la existencia de una Iglesia muy viva, es decir, muy arraigada. Y se actuó en consecuencia pero estúpidamente, pensando que la vida la daban las cabezas y no las raíces.

 

El concilio de la Tarraconense tuvo a sus valientes como los obispos Torrella, Carrera o Camprodon, el abad Bardolet, muchos laicos e incluso seminaristas como el entonces Novell. Pero en la hora del adiós a mosén Jesús Huguet, es de justicia recordar, como lo hizo mosén Jordi Orobitx en la homilía exequial, que fue él quien siempre estuvo al lado –“con exquisita discreción”– del intrépido obispo Antoni Deig: en la famosa conferencia de Prada de Conflent, en la propuesta de concilio y en tantos otros asuntos que pedían audacia e inteligencia. El ball de l’Àliga de Solsona ante el féretro en homenaje a mosén Jesús Huguet puso en evidencia que sí existe Iglesia catalana. Ni que algunos obispos lleven los ojos tapados de tan grande que les cae la mitra.

 

La Vanguardia