Cuando el PSOE comulgaba con la dictadura militar

El posicionamiento del PSOE en relación a la crisis Catalunya-Espanya, tanto de la actual dirección, como de los barones territoriales, como de las viejas glorias que combaten para mantener poder e influencia, ha puesto nuevamente en cuestión la condición izquierdista y progresista que —por sus siglas y por su historia— se le presupone. El término exacto es este: presuponer. Porque la historia revela que el PSOE no siempre ha sido un referente del progresismo y de la democracia. Una lectura atenta de su agitada historia revela que dentro del PSOE habita un componente nacionalista español muy potente que, en varias ocasiones, ha eclipsado la naturaleza socialista y obrera que se identifica en sus siglas. Durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), el PSOE mantuvo una posición de intensa colaboración con los golpistas, que le valdría el reconocimiento y el agradecimiento del mismo dictador y de los elementos más radicales de aquel régimen.

 

El avispero catalán

Los años previos al golpe de Estado, Catalunya era un avispero que se fumigó con los métodos tradicionalmente hispánicos. La atávica cultura hispánica que resuelve los conflictos sociales y políticos con el uso exclusivo de la violencia. La crisis de 1919 había abierto, definitivamente, el melón catalán, con toda la variedad de semillas, de texturas y de colores. Autonomismo monárquico, federalismo republicano, independentismo transversal y sindicalismo de todas las tendencias. Son los años de la Mancomunitat —liquidada por la dictadura—, que había transportado a Catalunya al umbral del estado del bienestar y de la plenitud del autogobierno. Son también los años del pistolerismo de la patronal. Y de la policía. Martínez Anido, gobernador de Barcelona, fue señalado por la prensa y por la opinión pública como el conspirador que había urdido los asesinatos de Francesc Layret y de Salvador Seguí, el Noi del Sucre, líderes indiscutibles del movimiento obrero catalán.

 

El triángulo monarquía-militares-caciquismo

El 13 de septiembre de 1923, Primo de Rivera, capitán general de Catalunya y padre del fundador de Falange, proclamaba el enésimo pronunciamiento de la historia de España, que la confirmaba en el dudoso honor de liderar el campeonato mundial de golpes de Estado militares. Con una particularidad: el golpe de Estado de Primo de Rivera —con la destacada colaboración del rey Alfonso XIII— ponía fin a un largo periodo democrático de cincuenta años. Con las obligadas precauciones que implica hablar de democracia en la España de principios del siglo XX, es más exacto decir que pondría fin a medio siglo de constitucionalismo. En aquel medio siglo que separaba a Prim (el de Reus) de Primo (el de Jerez), habían pasado muchas cosas. Tantas, que la fanfarronada de 1923 ya no tenía ni siquiera la aureola pretendidamente progresista de los pronunciamientos liberales del siglo anterior. Era el empoderamiento del caciquismo, del autoritarismo y del atavismo. La España eterna.

 

El eje Primo de Rivera-Mussolini

El objetivo de los golpistas no era otro que acabar con el sistema constitucional, esto es, la alternancia de partidos en el gobierno español: liberales y conservadores. Secuestrar las Cortes españolas y ocuparlas, exclusivamente, con los elementos del nuevo partido de orden. Claramente inspirado en el movimiento fascista de Mussolini y presentado al mundo como una gran operación de regeneración que quería extirpar los dos grandes problemas que ponían en cuestión España: la corrupción política y el «problema catalán». Y en aquel escenario impuesto fue donde, sorprendentemente, golpistas y socialistas se entendieron tan bien. Besteiro y Largo Caballero, que controlaban todos los resortes de la maquinaria socialista, abrieron un intenso debate —que no era otra cosa que una intensa campaña— para desplazar al partido, que desde el golpe de Estado estaba en la clandestinidad, hacia la órbita «regeneracionista» del dictador. Es decir, hacía el cobijo del poder.

 

La guerra interna y la clave de la cohesión

Naturalmente, esta campaña no estuvo exenta de tensiones, que amenazarían incluso con romper la unidad del partido y de su sindicato. Las bases del PSOE y de la UGT se resistieron como leones y como leonas a colaborar con un régimen dictatorial protofascista que había enviado al limbo de la ilegalidad al movimiento sindical entero. La propuesta de Besteiro y de Largo Caballero, y de muchos elementos de la cúpula socialista de la época, fue considerada por las bases una auténtica indecencia. El socialismo español se convirtió en una olla de grillos, hasta que sus líderes, con una hábil jugada, introdujeron en el debate el «problema catalán». El rechazo frontal a las reivindicaciones catalanas se convirtió, de repente, en el factor decisivo que cohesionaba de nuevo al socialismo español. La humillación española en Cuba, en Puerto Rico y en Filipinas era reciente y estaba latente. Solo habían pasado veinticinco años. Y las comparaciones eran, además de odiosas, inevitables.

 

«Madrid bien vale una misa»

Naturalmente, aquel tráfico accidentado hacia el camino del nacionalismo —el español, por supuesto— tuvo unos beneficios inmediatos y unos costes a más largo plazo. El régimen dictatorial, que perseguía brutalmente la destrucción del edificio político y cultural catalán, premió a los dirigentes socialistas con algunos cargos en la estructura de poder del Estado. Largo Caballero, por poner un ejemplo, era nombrado consejero de Estado, compartiendo y departiendo como tal con los elementos más reaccionarios del régimen. Y Besteiro pactaba con Primo de Rivera un curioso camino, que no se andaría nunca, hacia un pintoresco sistema de alternancia, una pseudodemocracia, con la presencia única y exclusiva de la Unión Patriótica, la derecha, o mejor dicho, la ultraderecha, y el PSOE, la izquierda, o mejor dicho, la pretendida izquierda de «los españoles de bien». «Los de mal» (la mayoría de las izquierdas) quedaban excluidos del sistema. La atávica dicotomía hispánica bueno-malo, cristiano-judío, castellano-gitano, español-catalán.

 

El poder por el poder

También, en aquel tráfico accidentado, se renunció a principios ideológicos fundacionales que, como mínimo, ponían en cuestión la historia del partido. En 1923, lo de que «en cada colada perdemos una sábana» significaría, en el chismorreo cuartelero del Borbón y el dictador, renunciar a los principios fundacionales del marxismo, del republicanismo y del federalismo. Tirar a Pablo Iglesias a la papelera de la historia. Algo así como lo que sucedió en Suresnes cincuenta años más tarde, en las postrimerías del régimen franquista. En aquel envite, González y Guerra jugarían el papel que medio siglo antes habían interpretado Largo Caballero y Besteiro. Y Fraga Iribarne, el de Primo de Rivera. Tirar la memoria de Pablo Iglesias, el fundador, a la papelera de la historia a cambio de obtener una posición de dominio. Una oscura maniobra de canibalismo político e ideológico, un pacto sólido con el poder económico del Estado que, en ambos casos, tenía un único propósito: el poder.

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