El retorno de la ‘teoría del loco’

En los años setenta, el presidente de EE.UU., Richard Nixon, instruyó al secretario de Estado Henry Kissinger para convencer a los líderes de países comunistas hostiles de que podía ser errático y volátil, especialmente cuando estaba bajo presión. Kissinger, un astuto practicante de la realpolitik, vio el potencial de este enfoque, que fácilmente implementó. Con eso nació la teoría loca de la diplomacia.

Nixon estaba lejos de estar enloquecido, aunque su fuerte consumo de alcohol en la cúspide del escándalo Watergate llevó a Kissinger y al secretario de Defensa, James Schlesinger, a establecer una manera de monitorizar su control de los códigos nucleares. El objetivo de Nixon al anunciar su supuesta naturaleza errática era fomentar el temor entre sus adversarios extranjeros de que hacerle enfadar pudiera dar lugar a una respuesta irracional –incluso nuclear–, lo que les llevaría a controlar su propio comportamiento.

Hoy, con Trump liderando EE.UU., la doctrina loca está de vuelta. Pero, esta vez, está mucho menos claro que sea sólo una actuación, y que Trump realmente no decidiría, en un ataque de rabia o frustración, atacar, incluso con armas nucleares, a sus oponentes.

La teoría A en una audiencia sobre la cordura de Trump tendría que ser su reciente discurso ante la Asamblea General de la ONU, que se parecía a las divagaciones lunáticas de Aerys Targaryen, el Rey Loco de Juego de tronos. En la infame línea de Targaryen –“quemadlos a todos”–, Trump amenazó con que EE.UU. “destruiría totalmente” a Corea del Norte si continúa desarrollando su programa nuclear.

En el mismo discurso, Trump también salvó el acuerdo nuclear del 2015 con Irán. Mientras hablaba, a su jefe de Gabinete, John Kelly, nombrado en julio para poner orden y un grado de estabilidad en el sanatorio de Trump en la Casa Blanca, se le podía ver con la cabeza entre las manos, desesperado.

Muchos estadounidenses tal vez se han vuelto insensibles a bravuconadas de Trump, habiendo soportado meses de sus agresiones en Twitter a la prensa, sus oponentes y sus compañeros republicanos, incluso sus propios miembros del gabinete. El famoso Trump de piel fina ha demostrado que, si es provocado o insultado, se puede contar con él para tomar represalias.

Pero, a diferencia de muchas de las divagaciones anteriores de Trump, el discurso de la ONU fue leído con un teleprompter, lo que significa que fue examinado con antelación.

Tal vez la parte más loca de todo es el cálculo aparente de Trump de que el chico-rey de Corea del Norte –Kim Jong Un– podría acobardarse ante sus amenazas. Después de que Reagan llamara a la URSS un “imperio del mal” en 1983, le aconsejaron que no lo repitiera, para mejorar la relación bilateral. Reconociendo la importancia de tal mejora para mitigar la amenaza nuclear, Reagan siguió el consejo. No se puede decir lo mismo de Trump, que seguramente ha sido advertido de los peligros de lanzar insultos como “hombre cohete” al brutal e inexperto Kim.

Cuando Nixon adoptó su propia personalidad loca, en cierto modo se basó en el ejemplo de Nikita Jruschov, mi abuelo. En el llamado debate de la cocina de 1959, uno de los momentos más extraños de la guerra fría, Nixon peleó con Jruschov en Moscú por la superioridad del capitalismo sobre el socialismo. Un año más tarde, en la Asamblea General de la ONU, Jruschov se hizo notar. El nuevo líder de Cuba, Castro, estaba, como era su costumbre, lanzando extravagantes amenazas. Para no quedarse atrás, “el huracán Nikita” aprovechó todas las oportunidades para agitar el pozo diplomático, silbando y golpeando sus puños –e incluso, supuestamente, su zapato– sobre el escritorio. Occidente, pensó Jrus­chov, no lo tomó en serio. Por eso actuó de manera tan escandalosa en la ONU. Se comportó –dijo más tarde– como los primeros bolcheviques: cuando no estás de acuerdo con un oponente, debes hacer oír tu argumento alto y claro y ahogar el suyo con ruido.

En 1962, Jruschov dio a enfoque un paso más, probando al joven presidente Kennedy con un plan loco de instalar misiles nucleares en Cuba. El movimiento desencadenó el enfrentamiento más peligroso de la guerra fría. Pero Kennedy no se encogió, ni respondió con furia. Ignoró hábilmente las amenazas de Jruschov y respondió a una carta que mostraba al primer ministro soviético como un líder racional que negociaba la paridad en los asuntos mundiales. Ese cálido cálculo permitió a JFK y Jruschov calmar las tensiones, salvando al mundo del conflicto nuclear.

El mundo debe ahora esperar que Trump pueda empezar a actuar con tanta frialdad al evaluar a Kim como Kennedy trató a Jru­schov. Kim respondió al discurso de Trump en la ONU llamándolo “mentalmente desquiciado”. O el acto de loco de Trump está funcionando, o Kim tiene más razón que él o el resto de nosotros.

LA VANGUARDIA