El triunfo tardío del 23-F

Ya no es tiempo de afilar análisis ni de discutir, a favor o en contra, en torno a un referéndum que no se celebrará. Es la hora de preocuparse. La detención de 14 altos cargos del Govern, el requisamiento de miles de papeletas, urnas y carteles, el registro de oficinas públicas y sedes de partido puede quizás fundamentarse desde un punto de vista legal; pero un gobierno que sólo tiene “un punto de vista legal” frente a la voluntad mayoritaria del pueblo de Catalunya es un partido que desprecia, y aun violenta, la democracia. La cabezonería contradictoria del procés, arrastrado en una pendiente cuesta abajo, no puede hacer olvidar -ni puede de ninguna manera justificar- el legalismo liberticida del PP, que alimenta y justifica el independentismo catalán mientras devuelve España al siglo XIX. Como español interesado más en la democracia española que en el territorio español, no puedo dejar de denunciar las medidas jurídicas y policiales del gobierno del PP, de solidarizarme con la voluntad amordazada de los catalanes y de responsabilizar al régimen del 78, tanto más peligroso cuanto más descascarillado, de fabricar un conflicto de final imprevisible como consecuencia de tres impulsos fatalmente concertados: un abyecto electoralismo, una tentativa de encubrimiento de la podredumbre interna y un regüeldo de ideología nacional-imperial radicalmente decimonónica. Creo que esta triple miseria, y los efectos que está generando, exigiría una protesta coordinada de todos los partidos y todos los ciudadanos. El régimen se está rompiendo por donde menos se esperaba y el resultado puede estar muy lejos de lo que la izquierda y las fuerzas de cambio imaginaban o deseaban.

Siempre lo he dicho: prefiero una España más pequeña y más democrática que una dictadura muy grande donde no se ponga el sol. Eso es, una vez más, lo que está en juego. ¿Qué es lo que hace temer un nuevo fracaso histórico? La irresponsabilidad de nuestra clase política, de nuestros medios de comunicación y de nuestras élites económicas.

Lo escribía hace unos días: España es un país que salió del franquismo escasamente combativo y más bien amedrentado y que aprovechó su integración en la UE y en el capitalismo europeo para satisfacer con alivio su irreprimible deseo de olvidarlo todo. Primero el miedo y la propaganda, después el consumismo y la propaganda, convirtieron a la población española en la más maleable, para bien y para mal, de Europa. El consenso de élites de la Transición se proyectó a lo largo de cuarenta años en una Europa post-revolucionaria y subdemocrática en la que los españoles, hasta el 15-M, parecían los más contentos y facilones, los más simpáticos y felices, los más ligeros y tolerantes. Pensemos en tres jalones muy significativos. En 1986 Felipe González fue capaz de voltear en quince días todas las encuestas para incumplir su promesa y meternos en la OTAN. En febrero de 2005, sin debates serios ni información rigurosa, inspirados por futbolistas y estrellas de la canción, los españoles votamos mayoritariamente a favor de una Constitución europea de dudosa calidad democrática. En agosto de 2011, un consenso express del bipartidismo reformó la intocable Constitución española para someter la soberanía nacional a los caprichos del déficit sin consultar a nadie y sin que nadie se escandalizara demasiado. Sin duda otras élites, con más conciencia democrática y más sentido de la responsabilidad, podrían haber hecho más cosas y mejor hechas. Después del 15-M, en plena descomposición del bipartidismo, tuvimos otra oportunidad. Lo confieso: en esta Europa post-revolucionaria y dextrógira algunos nos hubiéramos conformado con que un nuevo consenso entre partidos y medios de comunicación hubiera desplegado de nuevo todo su poder de manipulación, pero esta vez en favor y no en contra de los españoles, en favor y no en contra de la democracia, en favor y no en contra de la definitiva pacificación de España. Empieza a ser demasiado tarde para eso. Que el partido más corrupto de la UE, el que ha utilizado fiscales y policías para perseguir rivales políticos, el que ha destruido pruebas y se ha negado a colaborar con la justicia, el de la Ley Mordaza, el que se niega a condenar el franquismo, invoque ahora el Estado de Derecho, la Democracia y la Ley para no sentarse a negociar con los que han sido sus socios privilegiados en Catalunya durante las últimas décadas, da toda la medida de sus verdaderas intenciones y sus verdaderos intereses. El procés puede ser una mierda, pero el PP da miedo. Los que lo apoyan, lo aplauden, lo toleran, lo justifican o lo alientan desde los medios de comunicación -en lugar de calmar a una población desmemoriada y todavía llevadera y exigir sensatez a los políticos- están encendiendo un cigarrillo en medio de un escape de gas.

Hoy hay en Catalunya mucha más resistencia ciudadana contra España de la que hubo jamás en España contra el franquismo o, luego, contra los consensos pusilánimes de la Transición. Esa es la gran obra de Rajoy y de los que, fanáticos, interesados o cobardicas, lo secundan. Ahora bien, si muchos catalanes celebran esta resistencia sin precedentes como una oportunidad que les brinda el autoritarismo del PP, muchos españoles de izquierdas empiezan a verla también, frente al autoritarismo del PP, casi como un refugio político y, desde luego, como una reacción saludable y legítima. Por desgracia, cuanto más se movilizan los catalanes más sola se queda de nuevo la izquierda en Madrid y más encerrada, como en el pasado, en actos de solidaridad identitarios enteramente privados de cualquier virtud pedagógica general. El hiato que el 15-M y las fuerzas del cambio parecían capaces de cerrar, se ha abierto de pronto en toda su trágica extensión. Cuando Madrid y Catalunya comenzaban a formar parte de la misma España virtualmente democrática, la crisis del 1-O los separa de manera pugnaz y no para democratizarlas en paralelo, lo que sería aceptable, sino para cerrar de forma potencialmente catastrófica el ciclo comenzado en 2011. La cuestión es: entre una España desmemoriada que el PP quiere rememorizar con regüeldos decimonónicos y una Catalunya ciudadana y resistente, ¿qué hacemos los que creímos posible una “ruptura” de régimen y una democratización en común (aunque fuera para “separarse”)? ¿Habrá aún alguna oportunidad?

Si el PP pretende negociar con ventaja el 2-0 después de haber soliviantado a los catalanes y degradado la democracia, infravalora las transformaciones que él mismo ha desencadenado. La solución, si es que la hay, debe plantearse antes de esa fecha y sólo puede serlo -una solución- en tajante oposición a las políticas del PP. Lo que revela la crisis catalana es que lo que fue posible durante décadas, y aún tras el 15-M, ya no lo es: la supervivencia simultánea de la democracia y del consenso del 78. En este sentido, como tantas veces desde 1982, el verdadero responsable de lo que está ocurriendo es el PSOE, atrapado en inercias baronales y electoralismos sin coraje. El PSOE pudo rehacer España y no la rehízo. Pudo impedir que gobernara el PP y no lo impidió. Su posición ambigua, irresoluta e interesada es ahora de una irresponsabilidad sin atenuantes y está generando malestar dentro del propio partido. Quedan pocas bazas que jugar. Hace falta, como dice Pérez Royo, un “ataque de lucidez”. Sólo una ruptura del consenso de la Transición puede salvar nuestra tambaleante democracia e incluso -para los que les importe eso- la propia unidad de España. Sólo Pedro Sánchez, que demostró tanto valor al enfrentarse a sus barones y resucitar de entre los muertos, podría hoy arrojar un poco de luz en esta situación inquietante. ¿No declaró, tras la moción de censura de Pablo Iglesias, que esperaba el momento adecuado para presentar la suya? El momento ha llegado. Por “responsabilidad de Estado”, expresión que tantas veces se repite para hacer el mal, y en una coyuntura de verdadera “emergencia nacional”, sin comparación con un terremoto o un atentado terrorista, Sánchez debería reunirse con Podemos y las fuerzas nacionalistas para pactar un programa de mínimos con el que expulsar a Rajoy y al PP del gobierno. Ese programa debería incluir, como uno de sus pilares, una negociación inmediata destinada explícitamente a facilitar la celebración legal de un referéndum en Catalunya.

Muchos podrán reprochar al procés habernos llevado a este punto; otros lo considerarán, al contrario, su gran mérito. Lo que no puede negarse es que el consenso de élites del 78 que, buscando un consenso de élites, garantizó al mismo tiempo una cierta estabilidad democrática, ya no puede garantizar esa estabilidad. El régimen se ha roto en Catalunya y no necesariamente para bien. Hace falta un nuevo consenso, más amplio y menos elitista, para repensar el país. Ojalá los que pueden dirimir la cuestión, desde los partidos y desde los medios de comunicación, se den cuenta de que lo peor que le puede ocurrir a España no es la independencia de Catalunya: es el retorno de la propia historia de España. Cuando creíamos estar comenzando una segunda transición, podríamos estar viendo en realidad el triunfo homeopático, tortuoso y tardío del 23-F. En esta situación la izquierda española cometería un grave error reculando de nuevo a posiciones resistentes, antifranquistas, de ancien regime, para asumir una nueva marginalidad en favor de Catalunya (independiente o rebelde) en lugar de hacer como el PP, pero en sentido contrario, y trabajarse a la población desmemoriada con un proyecto de refundación nacional realista y democrático.

http://www.cuartopoder.es/ideas/opinion/2017/09/23/proces-el-triunfo-tardio-del-23-f/