Palermo está muerta

‘Mientras hay muerte hay esperanza’. Esta sentencia del príncipe de Salina (que Llorenç Villalonga y el editor Joan Sales dieron la vuelta en la edición del ‘Gattopardo’ del Club Editor en una incongruente ‘mientras hay vida hay esperanza’ que el decepcionado aristócrata no debería haber pronunciado jamás de la ídem) es el mejor titular para resumir la relación de Palermo con el turismo. O con la modernidad. Porque la ciudad donde se alza el palacio natal de Tomasi di Lampedusa es seguramente la capital más muerta de todo el Mediterráneo, y el pobre don Fabrizio no sabrá si revolverse en la tumba por los esfuerzos de insertarla en el circuito turístico internacional o morirse de risa por las dificultades que las autoridades están encontrando en ello.

Palermo se resiste a entrar en la modernidad. De hecho, se resiste al concepto mismo de modernidad, y por ahora es la única urbe de la cuenca mediterránea (junto con Nápoles, diría) que opone resistencia al tsunami de la uniformización. La capital siciliana más bien parece reflejarse en la eterna decadencia de La Habana, consciente de que hay mucha más belleza en las arrugas inclementes del tiempo que en el bótox del Starbucks. Para ser honestos, a la devastación de Palermo también contribuyeron mucho los bombardeos estadounidenses de la Segunda Gran Guerra, y desde entonces los antiguos palacios nobiliarios destripados del barrio de la Kalsa (incluido el de la familia de Giovanni Falcone, el superjuez antimafia asesinado en medio de la autopista hace 25 años), o los de la vecina Bagheria que Dacia Maraini retrató en la novela homónima, encarnan esta paradoja de la gran ciudad que fue y que decidió dejar de ser. Mientras hay bombas hay esperanza.

Pero también ayuda mucho el carácter local. Gracias a las dominaciones de todo tipo (‘En Sicilia no importa hacer bien o hacer mal, el pecado que los sicilianos no perdonamos de ninguna manera es, sencillamente, hacer. Somos muy viejos, mucho; hace veinticinco siglos, por lo menos, que acarreamos el peso de civilizaciones tan magníficas como heterogéneas, todas llegadas de fuera, ya hechas y terminadas, ninguna nacida aquí, ninguna que haya visto la luz en esta tierra’, Tomasi di Lampedusa dixit), los sicilianos no tienen el complejo de inferioridad que a nosotros nos atenaza. Saben muy bien que un sueco de la calle es tan bárbaro como un hooligan inglés, y que la bestia es mejor no pescarla.

La resistencia de Palermo a la modernización es transversal. No son solamente los nobles. El pueblo raso, que en la Italia meridional es donde ha conservado más rasgos de aquella medievalidad que aquí nos esforzamos en disimular, en todo Sicilia ha desarrollado una especie de carcasa de protección que la hace inmune a la modernidad. Para la polvareda palermitana (‘Palermitá’, en la reducción autóctona), vivir en el siglo XXI consiste en vestirse con gorras y ropa llamativa, blandir el móvil como si nadie más lo tuviera y no bajar del vespino ni para mear. Y menos para pasar entre los puestos de los mercados de la calle, que ahora que lo pienso seguramente constituyen la parábola más clara de la alergia a la colonización. Ahora que el de la Vucciria, el equivalente por situación, carga simbólica y, seguramente, etimología de la Boquería barcelonesa, está en agonía, la centralidad se ha desplazado pocas calles más arriba, al norte de Via Roma, en el barrio del Capo. Detrás mismo de la cargante catedral. Pero la estampa es idéntica: vendedores que te trepanan con los ojos, puestos apretados, puestecitos clandestinos por tierra y moscas. Si quieres hacerte una idea de cómo eran los mercados en la Edad Media, el del Capo seguramente es lo que se acerca más a ellos. Descontando, claro, los vespinos que hacen slaloms y escupen dióxido de carbono encima mismo de la parrilla que te está cociendo cuatro sardinas o el, digamos, asador que te calienta un ‘sfincione’, la pizza local.

Y como por fin ha salido la manduca, hablemos de manduca. Aunque servidor es un firme partidario de no viajar (entre otras cosas porque sin haber leído no es posible viajar; como mucho, dar vueltas y gracias), y si fuera por mí suprimiría las líneas aéreas y todo, sí hay un motivo para ir a Palermo: la ‘melsa’ (el bazo). En medio de la preponderancia de fritos y rebozados de todo tipo, especialmente de verduras, la cocina palermitana ha conservado este fósil que llaman ‘pani ca meusa’, bocadillo de bazo. Ya el sólo espectáculo de ver (¡y oler!) la cocción de esta entraña en grandes cazuelas de cobre vale la pena, pero si encontráis el valor de probar uno podréis entender algo del lugar donde estáis: con el hedor de las vísceras y la textura elástica del ‘blandiblub’, sobrevivir a un panecillo de estos es una verdadera proeza para cualquier forastero (*). Nada que ver con la frutita cortada o las virutas de jamoncito que dan en la Boquería a esta turistalla low-cost que nos ha tocado. Como lo más probable es que ni siquiera os atreváis a probarlo (¿qué nos jugamos?), siempre te puedes consolar con un par de ‘panelle’ (pizzetas de harina de garbanzos frita) o cuatro ‘arancini’, ahora que el establecimiento Arancini de autor que han abierto en Via Maqueda desafía a los integristas y los rellena con muchas cosas más que de carne picada, guisantes y mozzarella. Es recomendable, por cierto, ya que sois viajeros ilustrados y no invasivos, usar las formas indígenas, ‘arancini’ y ‘arancine’. En Palermo, esta bola de arroz rellena y rebozada es femenina.

Alguien podría tener la tentación de disfrazar la visita a la ciudad de búsqueda del rastro catalán. Que se lo quite de la cabeza. Más allá del nombre de una calle y de la iglesia de Santa Eulalia, la presencia de los almogávares y compañía toma, en la mayoría de los casos, forma aragonesa. Aún más frustrante es intentar informarse a través de los indígenas (a menos que seáis amigos del escritor Roberto Alajmo, uno de los rarísimos especímenes que conoce a fondo la historia de la ciudad). Para el común de los autóctonos, adoctrinados en la más pura ortodoxia de la italianidad, los aragoneses eran una especie de españoles no muy importantes de antes de los Borbones, y basta. Si no deseáis poneros de mal humor, no saquéis el tema. Sobre todo ahora que, quién sabe si por culpa nuestra, las antiguas y siempre arrinconadas reivindicaciones soberanistas han reanudado vitalidad con el partido Siciliani Liberi (http://www.sicilianiliberi.org/), que en las pasadas municipales de junio sacó un 17% de los votos. El manifiesto fundacional y la imaginería del partido son verdaderamente revolucionarios para una tierra tan rendida a la dominación, pero en la calle todavía despiertan pocas simpatías.

Convenientemente desanimados, pues, paso a levantaros la moral. Como hemos quedado que sois gente leída y todos os sabéis de memoria las dos versiones en catalán del clásico lampedusiano, nada os hará gemir más con nuestra prima siciliana que Baarìa (el nombre siciliano de dicha localidad de la Maraini), dirigida por Giuseppe Tornatore. Un retrato del paso de la ciudad por el siglo XX con la misma factura nostálgica pero realista de Cine Paradiso. Bastante más próximas en el tiempo (transcurren en los primeros años del XXI), hay tres novelas (negras) espléndidas de Santo Piazzese que no dejan vía del centro sin pisar. Sólo para quien lea en italiano, eso sí, porque no están traducidas.

Sin embargo, ya sé que en realidad, leídos o no leídos, la razón que os podría empujar a coger el vuelo BCN-Palermo es, macabros como sois, ver a la mafia de cerca. Pues con más motivo os tenéis que quedar en casa: aunque esté en todas partes, no la veréis. La mafia no existe. En la superficie, quiero decir. Podréis contemplar, si acaso, la monstruosa y devastadora especulación urbanística, que ha convertido toda una isla besada por los dioses en un cementerio de cemento. Un espectáculo deprimente, una cuchillada en el alma. En realidad la mafia sólo existe en las teleseries, como ‘Squadra antimafia’. ‘Palermo oggi’, una de las mejor realizadas de la inagotable filmografía sobre la cuestión. Allí os hartaréis de disparos, homicidios, tramas y conspiraciones hasta el asco, y quizás tomaréis la sabia decisión de ir a visitar París o Amsterdam, que supieron hacerse un buen lifting a tiempo.

 

Tres recomendaciones

Antica focaccia San Francisco (http://www.sicilianiliberi.org/): sólo para ver cómo guisan el bazo. Para probarlo, bar ‘NNI Franco u Vastiddaru’ (http://theroyaltaster.com/2015/11/le-panelle-di-nni-franco-u-vastiddaru-palermo/).

Oratorio de Santa Cita (http://www.ilgeniodipalermo.com/itinerari/i-tesori-della-loggia/oratorio-di-s-cita.html), un triunfo del barroco más cargado.

La librería de viejo de Pietro Tramonte (http://palermo.meridionews.it/articolo/39679/pietro-tramonte-libreria-itinerante-un-tesoro-da-45mila-libri-nel-cuore-palermo/.

(*) Cuando el traductor estuvo en Palermo y contempló (sin probar) el guisado o fritura de la «melsa», tuvo un cierto recuerdo de las «gallinejas» o «entresijos» que en sus lejanos tiempos de estudiante se cocinaban en las calles del Madrid popular.

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