¿Desde cuándo España es España?

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La construcción nacional de España, si es que España se una nación, ha estado siempre en el centro del debate político y social. Desde los inicios. El ideario doctrinario que proclamaba España como el resultado de la feliz reunión de todos los reinos cristianos peninsulares no es más un barniz que oculta una trágica realidad, que se manifiesta obstinadamente a través de los siglos. Desde los inicios. España es exclusivamente de factura castellana. España es la expansión centrífuga —militar, política y cultural— de la Castilla mesetaria y medieval. De sus oligarquías políticas y económicas. La victoria borbónica en la Guerra de Sucesión (1705-1715) certificó el fracaso de una Hispania plurinacional, con todas las reservas que implica hacer uso de este concepto, que se gobernaba como una confederación. Y abrió puertas y ventanas de par en par a la castellanización de España. Que quiere decir a la interesada fusión de las realidades nacionales castellana y española.

Antes que los Borbones

Mucho antes de que los Borbones pusieran el culo en el trono de Madrid, las oligarquías castellanas ya habían dado muestras evidentes de que el régimen confederal de los Habsburgo les incomodaba enormemente. Olivares, ministro plenipotenciario de Felipe IV, envió un memorándum al rey (1626) en que le aconsejaba vivamente la invasión militar de Catalunya y la liquidación de sus instituciones de gobierno. Argumentaba que los catalanes eran unos socios desleales y que había que castigarlos ejemplarmente a sangre y fuego. En su maniobra se sirvió de Quevedo, una destacada y reconocida pluma en aquellos días, que entusiásticamente llamó a la guerra de exterminio contra los catalanes. Las cloacas del Estado de Olivares provocarían la ruina de Catalunya y la Revolución independentista de los Segadores (1640-1652). Una larga guerra y cincuenta años más tarde, la viuda del último Habsburgo evitó jubilarse en Valencia porque la incomodaba su régimen foral.

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Mapa de los reinos de Hispania y Portugal. Abraham Ortellius, 1578 / Fuente: Wikimedia Commons

Libertad contra absolutismo

Mariana de Neoburgo, la viuda del último Hasburgo, tenía un elevado concepto de su condición regia. Tanto, que en la corte de Madrid era temida y rechazada por su soberana soberbia. El nuevo rey, el primer Borbón, le ofreció un exilio dorado a la orilla del Mediterráneo. Pero la reina viuda, que era soberbia pero no era estúpida, se negó alegando que en Valencia «con sus dichosos fueros y contrafueros» sería tan viuda como en Madrid, pero menos reina que en Castilla. Este hecho, que no pasa de la categoría de anécdota, tiene en cambio un gran valor para ilustrar la mentalidad de las cabezas coronadas hispánicas. En las Españas de los últimos Habsburgo, los regímenes forales, que quiere decir el sistema confederal, habían entrado en colisión con la moda absolutista que venía de París. Una moda con un tufo unitarista que ahogaba. Cuando las oligarquías castellanas decidieron relevar a los Habsburgo por los Borbones, sabían perfectamente lo que hacían y lo que esperaban.

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Mapa de España y Portugal, 1728 / Fuente: Wikipedia

«Ancha es Castilla»

Felipe V de Castilla —y de España, por supuesto— es el verdadero formulador de la idea moderna y unitaria de España. Ni Wamba, ni Pelayo ni el Cid Campeador. Ni Santiago Matamoros. España no tiene más de 300 años. El primer Borbón hispánico y su corte de castellanísimos funcionarios devastaron a sangre y fuego los países de la Corona de Aragón. Los sometieron, los arruinaron, los masacraron, los saquearon y, finalmente, les concedieron la pintoresca gracia de ser gobernados «en igualdad de condiciones que las provincias de Castilla». Una perversa gracia que, curiosamente, se repetiría 222 años más tarde cuando el dictador Franco (1939) liquidó las instituciones catalanas. Simplemente estos dos ejemplos ilustran nítidamente que la nación castellanoespañola se ha fabricado a sangre y fuego. Una adaptación de la cita de Unamuno «venceréis pero no conveceréis» podría ser la divisa que acompañaría al Plus ultradel escudo de España.

Ensenada, el ilustrado

El marqués de Ensenada sería como el de Sade pero adaptado a la política. Es también una de las figuras más destacadas de la administración pretendidamente ilustrada de la centuria de 1700. En aquel paisaje político, social y cultural absolutamente dominado por las oligarquías castellanas, la unidad sin fisuras concebida como el nervio de la patria reventaba en toda su magnitud. A falta de judíos, de moriscos y de luteranos —masacrados y expulsados en las centurias anteriores— y con los catalanes, valencianos, aragoneses y mallorquines derrotados y en proceso de asimilación —se habían dictado docenas de leyes prohibiendo y persiguiendo el uso de las lenguas catalana y aragonesa—, solo restaba una minoría pendiente de ser depurada: los gitanos. El ilustrado Ensenada ordenó la detención y reclusión de «todos los gitanos del reyno», en una brutal operación de limpieza étnica, que se saldó con el internamiento y la muerte en campos de concentración —habría que decir de exterminio— de 12.000 personas.

La Pepa

Lo que más sorprende a los historiadores es la incapacidad manifiesta de los diputados catalanes en las Cortes de Cádiz (1810) para articular un discurso en castellano. Y sobre todo sorprende porque eran personajes muy implicados, familiarmente, ideológicamente, con el régimen borbónico, que en aquellos días quería decir reaccionariamente antirrevolucionario. De los 16, solo dos sabían hablar castellano. Las fuentes mencionan que los diputados castellanos y los vascos hacían befa abiertamente de sus compañeros de bancada catalanes. Este hecho, a diferencia de la anécdota de la reina viuda, sí que es relevante. Porque explica que en aquel universo ideológico y sociológico resultaba patético que un individuo letrado no tuviera la lengua española como propia. El encaje entre los conceptos nacionales castellano y español —a través de la lengua— ya estaba plenamente consolidado. El catalán, el aragonés, el euskera, el asturiano-leonés, el gallego o el romaní de los supervivientes de Ensenada quedaban para la turba iletrada y rústica, sucia y fétida.

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Mapa de España, 1850 / Fuente: Wikimedia Commons

Los liberales

Los liberales españoles de la primera mitad de la centuria de 1800 se declararon entusiastas seguidores del modelo jacobino francés. Y de su axioma perverso: el buen republicano habla, piensa y sueña en francés. Adaptado a la realidad española y cañí. Muerto el absolutista Fernando VII (1833), se postularon como los auténticos e indiscutibles regeneradores de la política y de la economía de un reino carcomido por la corrupción, el caciquismo, la miseria y la violencia. Los liberales españoles impondrían y universalizarían los conceptos patria y nación, referidos, naturalmente, a la española. Exclusivamente en español riguroso. Ninguna concesión a las lenguas consideradas rústicas y a las naciones consideradas reliquias medievales. El exótico axioma español asociaba la españolidad con la cultura y con la modernidad y la catalanidad con la incultura y la rusticidad. Todavía Suárez, el presidente de la pretendida Transición (1976), dudaba de que el catalán fuera una lengua válida para cursar una carrera universitaria.