Acatar la ley

Casi desde el minuto cero del inicio del actual proceso político en Cataluña, el posicionamiento público de las fuerzas políticas, judiciales y mediáticas españolas se escudo tras la afirmación de que cualquier decisión debía hacerse dentro del marco legal vigente y que, por encima de todo, tenía que acatar la ley. Es un comportamiento que, aumentado al nivel máximo, se ha sostenido hasta el día de hoy. La ley dice y permite unas cosas concretas y éstas son las que se pueden hacer. Cualquier otra se sitúa, al instante, fuera de la ley y se convierte, pues, en ilegal. Es un argumento fácil de explicar y de comprender. Si no fuera porque esta sacralización de la ley, en abstracto, por encima de cualquier otra consideración, puede tener también los pies de barro. Por ejemplo, la dictadura franquista tenía también sus leyes y generaba su propia legalidad, a la que todo el mundo estaba obligado a someterse, por más que se tratara de una legalidad injusta. Y no todo el mundo se avenía a ello y, por eso, se creaban partidos políticos y sindicatos, se editaban libros, imprimían revistas, se ejercía la libertad de reunión, expresión y manifestación, aunque fuera de manera clandestina y con todas las precauciones posibles, pero se deslegitima la base de aquella legalidad. Más allá de mantener la propia supervivencia, ¿había que acatar también la ley durante el franquismo? Es evidente que no y muchos no lo hicieron, conscientes de lo que aseguraba Gandhi: «Cuando alguien comprende que obedecer leyes injustas es contrario a su dignidad de hombre, ninguna tiranía le puede dominar».

No hay que pasar por alto que la legalidad vigente es el resultado de la correlación de fuerzas existente en un momento determinado y, desde la muerte del dictador en 1975 hasta las primeras elecciones al Parlamento en 1980, la mayoría en el Estado español no se decantaba del lado de los partidarios de una ruptura democrático con el pasado dictatorial, sino que los protagonistas de este lo fueron también de la nueva etapa e impusieron sus normas. La Constitución española, que se nos restriega por la cara un día sí y otro también, es la concreción de aquella correlación en la que las fuerzas armadas tuvieron un papel determinante, en algunos aspectos muy superior al de los partidos elegidos en las urnas durante toda la transición. No podemos perder de vista ni un solo instante, pues, cuál es el origen del marco legal en todo momento invocado contra nuestras aspiraciones nacionales. Y apelar a que la constitución se puede cambiar si obtiene el apoyo mayoritario de la cámara es una apelación-trampa, porque, desde el punto de vista del peso demográfico de los representantes de la ciudadanía catalana, nosotros siempre seremos minoría y lo serán nuestras reivindicaciones. Llegados aquí, pues, ¿qué se supone que debemos hacer? ¿Aceptar resignadamente nuestra condición de minoría eterna en España y, cabeza baja y boca cerrada, admitir la dependencia colectiva que de ello se deriva, por los siglos de los siglos? ¿O bien, serena y decididamente, rechazar la discriminación de un marco legal injusto y promover, democráticamente, una legalidad que sí represente los intereses de nuestro pueblo?

El gigante de Sueca, Joan Fuster, ya advertía que «toda política que no hagamos nosotros, será hecha contra nosotros». Por este motivo, debemos ser conscientes de que tenemos todo el derecho del mundo de rebelarnos contra leyes que consideramos injustas, desde su mismo nacimiento, porque es su origen y consecuencias lo que provocó tal injusticia y que todavía la mantiene. Si, en un momento determinado, a lo largo de la historia, otras personas y pueblos no se hubieran sublevado contra una legalidad injusta, los Estados Unidos todavía serían unas provincias de Canadá, como serían, de España, desde México hasta Argentina; las mujeres no tendrían derecho a voto; el actor estadounidense Norman no podría llamarse Freeman de apellido porque aún sería esclavo, como Obama, Beyoncé o el mágico Johnson, y los menores de edad sufrirían la explotación de jornadas laborales de doce y catorce horas diarias. Todos los grandes cambios sociales han hecho avanzar la historia de la humanidad mediante hechos consumados que eran, también, gestos valientes y contrarios a la ley vigente en ese momento. Es el caso de la activista afroamericana Rosa Parks, luchadora por la igualdad de derechos civiles entre blancos y negros, que el 1 de diciembre del  1955, en Montgomery (Alabama) , incumplió las leyes Jim Crow que la obligaban a sentarse en los últimos asientos del autobús para dejar libres los de delante, reservados para los blancos. Parks desobedeció la orden del conductor de autobús y se sentó en el espacio de los blancos, por lo que fue juzgada y sentenciada. Al día siguiente, Martin Luther King lideraba una ofensiva de apoyo que, durante 381 días, boicoteó el transporte público en la ciudad y decenas de autobuses quedaron parados y fuera de servicio, hasta que la discriminación racial fue suprimida en 1956 por la Corte Suprema estadounidense.

«¡Hay un momento en el que hay que decir basta!», Sentenció entonces el pastor bautista Dr. King. Y el gesto de desacato de la ley vigente, protagonizado en solitario por una mujer que dijo basta, harta de sufrir la segregación racial, cambió el curso de la historia. Fue una verdadera revolución de las conciencias contra unas leyes injustas. Y, de hecho, siglo tras siglo, todas las revoluciones han comenzado siendo ilegales, situándose fuera y en contra de la legalidad vigente a la que, finalmente, han sustituido por otro marco legal justo, superador de las limitaciones y discriminaciones frente a las que se había producido la revuelta. Si el proceso del pueblo de Cataluña hacia la independencia ha sido calificado de «revolución de las sonrisas», la revolución catalana tiene como objetivo el desacato a una ilegalidad injusta, para sustituirla por otra legalidad, la propia, con criterios de justicia, libertad y equidad. Es lo que dijo el presidente Macià en la sesión inaugural de la cámara catalana, el 6 de diciembre de 1932: «un Parlamento que hará leyes nuestras, en nuestra lengua». Y justas. Tenía toda la razón Víctor Hugo cuando afirmaba que «no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado la hora». Por primera vez en 300 años, ha llegado a Cataluña la hora de la independencia. La hora de no acatar leyes españolas injustas y de obedecer, exclusivamente, leyes catalanas y justas. Con toda la fuerza que da la voluntad de un pueblo.

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