Tocqueville y el centralismo perenne

En el ámbito de la política hay una serie de autores que muestran una posición equilibrada entre una perspectiva realista y empírica que quiere describir y explicar qué pasa y por qué pasan las cosas que pasan (instituciones, prácticas, actores, etc.), y una perspectiva más interesada en postular cómo deberían ser las cosas para que puedan ser consideradas justas o legítimas de acuerdo con determinados valores, objetivos o identidades.

Conseguir este equilibrio no es siempre fácil. Sería el caso de Tocqueville y de Stuart Mill. Situados en medio de los cambios políticos, socioeconómicos y culturales del siglo XIX, ambos ofrecen un conjunto de análisis basados ​​tanto en consideraciones empíricas como de carácter ético.

Alexis de Tocqueville (1805-1859) es uno de los analistas más finos de los acontecimientos de la Francia decimonónica. Algunas de sus reflexiones resultan escandalosamente actuales. A pesar de que sus obras más conocidas son las dos partes de ‘La democracia en América’ (1835 y 1840) y ‘El Antiguo Régimen y la Revolución’ (1856), recomendaría a todos aquellos políticos profesionales que entienden la política más allá de las luchas parlamentarias, de partido o de la gestión de presupuestos la lectura de los ‘Recuerdos de la Revolución de 1848’ (redactados en los años 1850 a 1851, pero publicados en 1873). Se trata de una obra aparentemente sencilla y de tono deliberadamente menor, pero que incluye un análisis de los hechos revolucionarios de 1848 que no rehúye los elementos incomprensibles o imposibles de ser previstos presentes en todas las revoluciones o acontecimientos políticos rupturistas.

Tocqueville era un liberal aristócrata, y ambas cosas se reflejan afortunadamente en su estilo analítico. Es también un autor francés que muchas veces parece británico por el distanciamiento irónico o escéptico que muestra respecto a la política francesa y los franceses. Convertido en ministro de Exteriores sin mucha convicción de ser un político, vive la Revolución de 1848 primero como actor y luego como analista. En Francia, nos dice, parece haber una concatenación de diferentes revoluciones, pero siempre se trata de la misma (la de 1789).

Algunas de las descripciones que hace de políticos del momento serían trasladables a políticos actuales de nuestro contexto (ustedes pueden pensar a quien se podrían aplicar mejor). Por ejemplo, cuando habla de su colega de gobierno Michel Hébert, ministro de Justicia, señala: «Pero no era tonto, ni siquiera malo, sino que tenía el espíritu rígido y sin fisuras, nunca sabía doblegarse oportunamente ni rectificar a tiempo, y caía en la violencia sin querer por la ignorancia de los matices». Él atribuye todo esto a que Hébert antes era magistrado, un atributo que le quitaba flexibilidad. Se trata de una advocación contraria a la falta de criterio político que asocia con los abogados que se dedican a la política: «No pueden escapar a una de estos dos costumbres: se habitúan a defender lo que no creen o a convencerse muy fácilmente de lo que quieren defender».

Por otra parte, hablando de los revolucionarios de tipo socialista, retrata sus desuniones políticas y su confusión ideológica diciendo: «Uno pretendía destruir la desigualdad de fortunas; el otro, la desigualdad de las facultades, y el tercero aspiraba a nivelar la más antigua de las desigualdades, la del hombre y la mujer […]. La república no aparece más que como un medio, no como un fin».

En un plano más general, refiriéndose a la política francesa desde una perspectiva histórica, muestra la centralización como una de sus características más permanentes: «Cuando se dice entre nosotros que no hay nada que se encuentre a salvo de las revoluciones, yo afirmo que no es cierto y que la centralización sí se encuentra allí. En Francia sólo hay algo que no se puede hacer, un gobierno libre, y sólo hay una institución que no se puede destruir, la centralización. ¿Cómo podría morir? Los enemigos de los gobiernos la aman, y los gobernantes la adoran» (sin comentarios)

¿Han cambiado las cosas más de 150 años después? Tocqueville estaba convencido de que el movimiento de las sociedades modernas hacia la igualdad resultaba inevitable. Su pregunta era si una sociedad igualitaria sería liberal o totalitaria. Así, se planteaba si la igualdad era compatible o no con las libertades políticas (creo que no le habría sorprendido mucho la evolución del siglo XX y de sus revoluciones y reformas). La pregunta coincidía con la de Marx, pero mientras que este último, en el terreno empírico, miraba sobre todo a las organizaciones de las clases trabajadoras europeas, Tocqueville miraba cómo evolucionaba la sociedad de los Estados Unidos.

Stuart Mill admiraba a Tocqueville, aunque sólo era un año más joven. Sus comentarios a ‘La democracia en América’ se han convertido en un texto clásico para los estudiosos de la teoría política de raíz liberal y democrática (tal vez de eso hablaremos otro día).

ARA