Sobre Putin, Trump y Europa, 1

Continuamos hablando de Europa, más aún, ahora que Gran Bretaña, por un lamentable error de cálculo de Mr. Cameron, una campaña perversa, y las estúpidas reticencias de Jeremy Corbin y la izquierda laborista, ha puesto ya un pie fuera de la puerta de salida. Y cuando los veintisiete que quedan dentro acaban de celebrar (con más provecho del que parece) los sesenta años del bautizo de la Unión. La han celebrado en Roma, como debía ser, y la prensa italiana seria (‘El Corriere’, ‘La Repubblica’, ‘La Stampa…) dio a los actos el eco y recomendaciones adecuadas. La prensa española equivalente, la catalana incluida, se ocupó poco de la materia europea: será que tenía demasiadas cosas más importantes de qué hablar. Más importantes que Europa, quiero decir. Hace poco más de un cuarto de siglo, el muro de Berlín era todavía una barrera que dividía en dos el continente, y en cierto modo el mundo entero.

El llamado eurocomunismo intentaba superar discretamente la oposición radical entre los bloques, pero en realidad, hasta 1989 la Unión Soviética y los países de régimen similar eran todavía los «amigos» del conjunto de las fuerzas de izquierda, y en primer lugar los seguidores de la doctrina marxista: con críticas y todo, la URSS y compañía eran los «buenos», y los otros, los «capitalistas» y en primer lugar los EE.UU., eran incondicionalmente los «malos» de la película. Quienes tengan un poco de edad, que hagan memoria (que alegría, por ejemplo, cuando los rusos y los alemanes del Este -dopados hasta las cejas- ganaban innumerables medallas olímpicas…), y los que no, que preguntan. Una actitud profundamente doctrinal (maldad intrínseca del «capitalismo», bondad del «socialismo» a pesar de todo), que según y cómo todavía dura y que en cada generación se reactiva y renueva, a pesar de estar poco fundamentada en la experiencia histórica, económica o social.

Ahora bien, desde la caída de aquel muro ya ha pasado un poco de tiempo, cerca de treinta años, y han pasado tantas cosas que aquel mundo no es ya lo que era. Rusia, ciertamente, ya no es modelo de nada, excepto de religión ortodoxa, moral conservadora, zarismo renovado en la persona de Vladimir Putin, y pseudocapitalismo mafioso: setenta años de socialismo (?), para acabar así. En cuanto al «bloque soviético», la mayor parte de los países que formaban parte ahora son miembros de la OTAN y de la Unión Europea, o sea del gran espacio político que llamamos «occidental», bajo el control directo o indirecto de los Estados Unidos, cada vez más reacios a ejercer activamente este control (que es seguramente rentable, pero demasiado caro…).

Y también los EE.UU. parece que han cambiado, hasta cierto punto, o incierto, pero importante, del imprevisible y a veces grotesco presidente Donald Trump, algunas actitudes y decisiones de quien están modificando la estrategia política de su país, la imagen, y las posiciones en el tablero internacional. Para empezar, las relaciones personales entre Putin y Trump ya han mostrado sin velos algunas afinidades fundamentales: el uno y el otro son claramente hostiles a la Unión Europea, es decir, a la idea de una Europa autónoma, potente y unida, tanto en el campo económico como en el político. Razón por la que apoyan de forma expresa a todo tipo de fuerzas, posiciones y actitudes antieuropeas, desde el entusiasmo explícito de Trump por la salida británica, hasta la simpatía por los líderes como Geert Wilders o Marine Le Pen que querrían seguir este camino. Pasando por los abrazos, físicos y financieros, de Putin con la misma Le Pen y otras organizaciones de extrema derecha, indefectiblemente enemigas de la UE.

En Italia, por ejemplo, la Liga Norte (cada vez más lejos de sus orígenes), y también progresivamente Beppe Grillo y su Movimiento 5S manifiestan comprensión y afinidades tanto por Putin como por Trump. En un sondeo reciente del Observatorio Europeo para la Seguridad, los simpatizantes con los partidos euroescépticos, o anti-EU son los que muestran más simpatía por la Rusia de Putin: un 50% los del M5S italiano, un 70% los de la Lega, un 61% los del Frente Nacional, un 45% los del AFD alemana… (en conjunto, unos y otros, el doble de las medias nacionales). Y simultáneamente, cosa curiosa, entre los seguidores de la Liga Norte, ferozmente anti-EU, un 82% se declaran también simpatizantes de América de Trump. Así, treinta años después de la caída del Muro, la Rusia de Putin y los USA de Trump no definen ya dos bloques, modelos o ideologías, pero ambos encuentran apoyos y afinidades entre los movimientos dedos euroescépticos o directamente hostiles a la Unión. Y no todos son de extrema derecha: muchos son del otro extremo, y no hay que ir muy lejos para encontrarlos.

 

Sobre Putin, Trump y Europa, 2

Hablamos de Rusia, pues, para continuar con la materia iniciada, esperando a comprobar si los desplazamientos y las ideas del señor Trump (si es que tiene ideas, y no otra cosa…) representan de hecho un movimiento de fondo, o una simple alteración mental transitoria. Porque el futuro de nuestra Unión Europea, de la que soy fervoroso partidario desde que tengo uso de razón, no depende sólo de cómo evolucionarán las relaciones entre los europeos mismos -quiero decir de sus Gobiernos y Estados- sino de las relaciones con el resto del mundo: con los Estados Unidos y sobre todo con Rusia, que es nuestra inmensa vecina inmediata. De Rusia, los europeos occidentales hablan lo menos posible, comentaba hace pocos días un diario italiano: quizá para no irritar una gran potencia tan cercana, tal vez por no enfrentarse al sector de la opinión pública que contempla a Putin con admiración y simpatía.

El Putin que acaba de recibir a Madame Le Pen en Moscú, una vez más, con grandes muestras de complicidad y de afecto, precisamente porque sabe que Marine Presidente frenaría en seco la integración europea (eso que atacan con ferocidad tantos grupos y grupitos de izquierda radical…) y de rebote aumentaría la influencia rusa sobre el continente. Es la paradoja de los «soberanistas», dice el diario: reivindican la libertad contra la «tiranía» de Bruselas, y se arriesgan a dejar a los países europeos bajo la influencia de un gran poder de hábitos y usos poco favorables a las libertades democráticas.

Si la hostilidad de Trump contra la UE se convierte en alejamiento e indiferencia, e incluso en reducción del pacto de defensa (ya ha dicho que la OTAN le importa poco…), muchos países de Europa se pueden sentir abandonados, incapaces de garantizar la propia seguridad, y tentados de procurarse la protección de Rusia. Los rusos, no hace falta decirlo, estarían muy contentos. Pensamos, sin embargo, que si Rusia llegara a sustituir a los Estados Unidos en el papel de «lord protector» de Europa, el cambio tendría efectos profundos y radicales. Entre otras cosas, porque a Rusia le conviene una Europa dividida (como antes de 1989, o más), y el bloqueo del proceso de unidad sería inevitable: los movimientos disgregadores de los «euroescépticos» de todo pelo, y sobre todo de derecha extrema, se añadirían directamente a la presión rusa. Por no hablar de los efectos, a corto y a largo plazo, del chantaje energético (los países de Europa central, Alemania incluida, ya dependen en gran medida del gas y el petróleo de Rusia …), que condicionaría las opciones políticas tanto o más que el modelo del putinismo autoritario

La Rusia de Putin ya ha demostrado sobradamente el apoyo, disimulado o explícito, indirecto o directo, a los grupos, movimientos, partidos, ideas e incluso decisiones de determinados Gobiernos de la UE (al de Orbán en Hungría y algunos más, incluso a Grecia…), que resultan muy útiles para sus proyectos de control. Y la perspectiva no es nada agradable: el aumento del peso político en Europa de una gran potencia que, en toda su historia, no ha sido nunca una democracia abierta y libre, acabaría contaminando con gérmenes autoritarios las formas y la práctica del poder político.

Basta observar cuáles son estas prácticas y formas en la Rusia de Putin. De cualquier modo, el incremento de la influencia rusa empieza a despertar temores muy saludables: a nosotros, los europeos (y, por otra parte, a los estadounidenses más sensatos, alarmados por la peligrosa ignorancia de Trump) nos debería asustar la simple idea de una Europa progresivamente putinizada, con todas las aplicaciones que supone este modelo ideológico y político de autoritarismo profundamente reaccionario. Otro día intentaré explicar por qué el «estilo Putin» atrae la admiración de Beppe Grillo (líder supremo del Movimiento ‘5Stelle’, llamado «antisistema», inventor de la ‘casta’, la ‘gente’, los ‘Cerchi’… y del control informático).

Pero en este marginal e inocente (¿o no?) Reino de España, ¿de todo esto quién habla? La derecha clásica no se ocupa de ello, si es que alguna vez se ocupa de los escenarios internacionales. La izquierda habitual, no tiene ni idea (salvadas pocas y poco escuchadas excepciones), y silba al cielo viendo pasar las nubes. La izquierda llamada radical, antigua o imaginariamente «moderna», vive en realidad anclada en un pasado ya remoto, de «guerra fría» y de dos bloques, buenos y malos, y aprovecha toda excusa y ocasión para atacar al «bloque capitalista» y especialmente a los Estados Unidos, cualquier paja o viga en el ojo de los de siempre es buena para ignorar las mucho mayores de algunos otros que, a falta de ser ya «socialistas», siempre tienen el mérito de ser antiamericanos.

EL TEMPS