El cheque electoral

Desde la transición democrática, España ha aprobado tres leyes de financiación de partidos políticos -las dos últimas, en 2007 y 2015, para reducir, al menos nominalmente, las fuentes más evidentes de compra de intereses y de corrupción-. Sin embargo, el sistema de financiación de partidos no ha cambiado en sus rasgos fundamentales. Desde el primer decreto de normativa electoral, de 1977, y la ley orgánica de 1987, España ha apostado por un régimen mixto con tres patas: donaciones privadas, cuotas de militantes y aportaciones públicas. Cada pata tiene, sin embargo, un diámetro muy diferente.

Salvo los créditos bancarios, cuya condonación fue prohibida por la ley de 2015, las donaciones privadas (hablo de las declaradas) representan una parte insignificante de la financiación de los partidos: menos del 5 por ciento de todos sus ingresos a principios de esta década. Las cuotas de militantes cubren entre un 15 y un 20 por ciento de los ingresos de partidos -y la mayoría de este dinero no provienen tanto de la cuota (generalmente simbólica) de los militantes de a pie como de las donaciones que los cuadros electos hacen de parte de su sueldo público a su partido-. El grueso de los ingresos de los partidos, entre el 75 y el 80 por ciento del total, provienen de aportaciones públicas, a cargo de los presupuestos generales del Estado o de comunidades autónomas y gobiernos locales, de dos tipos: subsidios para pagar el funcionamiento ordinario de partidos y grupos parlamentarios elegidos; y subvenciones electorales, tanto directas (dinero) como indirectas (espacios de publicidad o franquicias para envío de propaganda electoral), que se asignan en función de los escaños y votos obtenidos en las últimas elecciones (siempre que los partidos hayan obtenido representación parlamentaria).

Conjuntamente con la utilización de distritos provinciales (la mayoría con pocos escaños), una barrera electoral del 3 por ciento y la moción de censura positiva para el ejecutivo, el régimen de financiación mayoritariamente público (y basado en resultados previos) se diseñó expresamente para fortalecer a los partidos, estabilizar la democracia y alejar las elecciones del modelo, volátil, polarizado y fragmentado, de la Segunda República. El éxito de este proyecto político ha sido completo: a pesar de las grandes crisis económicas españolas (tres desde 1975) y la corrupción, el ‘statu quo’ ha prevalecido durante cuarenta años. El coste, sin embargo, ha sido alto: ha discriminado a las nuevas fuerzas políticas, ha reducido la competencia electoral, ha protegido a los ‘insiders’ y ha reforzado la capacidad de estos últimos de mediar entre los poderes públicos y sus órganos reguladores y el sector privado.

Para algunos, una posible solución para incrementar el nivel de competencia electoral y limpiar la política española pasa por reducir el peso de las subvenciones públicas e incentivar, con límites de donaciones más laxas y un sistema de deducciones fiscales, las aportaciones privadas. Esta respuesta presenta, sin embargo, inconvenientes importantes. Como el Estado español tiene una cultura de participación débil, con una población poco acostumbrada a militar en partidos y poco generosa a la hora de hacer contribuciones financieras voluntarias, la mayoría de las donaciones privadas (quizás ahora hechas transparentes) vendrían de bancos, constructoras y grandes empresas parapúblicas.

Una estrategia alternativa y más atractiva consistiría en democratizar las asignaciones o subvenciones públicas siguiendo la propuesta hecha por el profesor Bruce Ackerman de la Universidad de Yale e introducida en la ciudad de Seattle a partir de este año para las elecciones locales. En vez de distribuir la financiación de partidos de acuerdo con los resultados de las elecciones anteriores, los fondos públicos se repartirían entre todos los ciudadanos y éstos decidirían a qué candidato o partido asignarlos.

Todo ciudadano de más de 18 años recibiría un ‘cheque electoral’ por un valor idéntico de euros una vez convocadas las elecciones, lo asignaría a un partido (o partidos en el supuesto de que la ley permitiera el fraccionamiento del cheque entre varias candidaturas) y lo devolvería a la Junta Electoral correspondiente. Este órgano depositaría el monto total de cheques correspondiente a cada partido. En un sistema de pago electrónico, los ciudadanos podrían dirigir el dinero directamente al partido preferido haciendo un solo clic en su ordenador. Lógicamente, para recibir estas contribuciones los partidos deberían cumplir ciertas condiciones: por ejemplo, tener un número mínimo de militantes; hacer un depósito mínimo (y a fondo perdido) para concurrir a las elecciones, y participar en un mínimo de actos electorales y debates públicos fijado por ley.

El gran problema de este sistema es cómo aprobarlo. Como resulta que rompe el monopolio u oligopolio de los partidos existentes y reduce el poder de medios de comunicación y bancos (que últimamente han sido tan decisivos a la hora de crear nuevos partidos en el Estado), es bastante inverosímil que la gran mayoría de los representantes actuales estén dispuestos a hacer esta reforma. Por lo tanto, o bien algunos diputados de formaciones minoritarias presentan una proposición de ley en este sentido o bien se activa un proceso de iniciativa legislativa popular para establecer el cheque electoral en Cataluña.

ARA