Keynes en el horizonte

Desde los años ochenta se ha producido un cambio de hegemonía en materia socioeconómica. Las tres décadas anteriores serían protagonizadas por el éxito de la socialdemocracia, los estados de bienestar y las políticas económicas redistributivas llamadas keynesianas, a veces alejadas de lo que decía Keynes (1883-1946) –por ejemplo cuando insistía en que los presupuestos tienen que ser equilibrados–. Se trata de políticas que, en términos generales, serían también mantenidas por los gobiernos de centroderecha cuando llegaban al poder.

Por el contrario, en las últimas cuatro décadas se ha ido imponiendo una visión socioeconómica conservadora, también compartida básicamente por los partidos de centroizquierda. En este periodo, Keynes pasó de ser considerado una estrella rutilante en el frente de las soluciones a ser presentado como el origen de los problemas del capitalismo. La escuela de Chicago y el consenso de Washington (1989) pasaron a ocupar los papeles protagonistas, tanto en los gobiernos como en las universidades.

La crisis económica y financiera iniciada en el año 2007 cogió a los expertos por sorpresa. En los años anteriores, buena parte de los actores económicos confundieron la incertidumbre de futuro con la asunción del riesgo, presuponiendo que este último podía calcularse “racionalmente”. Las políticas de desregulación impulsadas en los años noventa (presidencia Clinton) se revelaron nefastas. En el momento de proponer soluciones a la crisis, varios premios Nobel de Economía han recomendado medidas no sólo diferentes, sino contradictorias. Desconcierto.

En este contexto, el pensamiento de Keynes ha quedado reivindicado cuando menos parcialmente. El economista británico venía a decirnos que hace falta que los especialistas analicen siempre las tensiones entre la libertad individual, la eficiencia económica y la justicia social, y que, además, sean sensibles a los cambios fácticos del mundo empírico. Estos tres componentes son todos convenientes, pero presentan a menudo incompatibilidades entre sí.

De una manera que puede sorprender a los amantes de ver el mundo en los términos binarios del tipo derecha-izquierda, conservador-progresista, etcétera, el capitalismo es visto por Keynes como un sistema al mismo tiempo inmoral e ineficiente. Pero augura que hay que salvarlo, ya que las alternativas son todavía menos atractivas.

Keynes no era un socialista, sino un liberal reformista impulsado por una actitud moral de fondo a favor de un bienestar que permitiera a los individuos vivir vidas dignas. En sus análisis hay una actitud ética inherente. Hay que combatir no sólo la inflación, el paro y la pobreza, sino también las desigualdades. Hay bastantes factores no económicos, nos dice, que influyen en la economía, así como variables políticas y psicológicas bastante incontrolables que hacen difíciles los cálculos sobre los costes racionales de los escenarios de futuro. Matematizar resulta a menudo útil, pero las complejas realidades humanas no son nunca del todo matematizables.

Hoy Keynes pasa por ser más de izquierdas de lo que probablemente era, por la sencilla razón de que muchas veces los muertos acostumbran a ser colocados más a la izquierda que sus correligionarios vivos… quizás porque la vida presenta componentes que son inequívocamente de derechas (en el ámbito de la socialdemocracia alemana le pasó una cosa parecida a Eduard Bernstein a principios del siglo XX). La proyección de las concepciones de Keynes haría falta verla hoy en el ámbito internacional, saliendo del marco estatal de su ‘Teoría general’ de 1936.

La verdad es que los humanos no entendemos muy bien el complicado mundo interconectado que hemos creado a través de la creación del dinero, el comercio, la banca, las inversiones transnacionales, etcétera. Alan Greenspan, antiguo presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, afirmaba que “el mercado es demasiado complejo como para que lo podamos entender”. Todo un aviso para los economistas académicos obsesionados con la racionalidad, un perfil que Keynes no tuvo nunca (sobre estos temas les recomiendo un libro reciente escrito con rigor y estilo divulgativo: Miquel Rubirola, ‘Keynesianismos’, Tibidabo ediciones, 2017).

A pesar de la fuerte incidencia social de la crisis económica y financiera actual, no hay garantías de que no se vuelva a repetir próximamente y por causas parecidas. Si a la falta de certezas sobre nuestro conocimiento de las realidades socioeconómicas yuxtaponemos la reiterada incapacidad de calcular costes, las consecuencias prácticas de las decisiones políticas, la diversidad de contextos empíricos y un inevitable pluralismo sobre, por ejemplo, qué desigualdades pueden considerarse justas o legítimas –hay diferentes teorías de la justicia socioeconómica–, nos daremos cuenta de las dificultades que tiene pretender estar muy seguros de nuestras ideas. Bertrand Russell lo expresaba así: “Si alguien está seguro de lo que sea, sin duda está equivocado, ya que no hay nada merecedor de una certeza absoluta y todos tendríamos que considerar la posibilidad de añadir un cierto elemento de duda y ser capaces de actuar enérgicamente a pesar de esta duda”.

LA VANGUARDIA