Francia como síntoma

1. MOTOR.

Las elecciones presidenciales son el motor de la vida política francesa. Las instituciones de la V República, hechas a imagen y semejanza de una figura de la envergadura política del general De Gaulle, dan al régimen una huella muy personalista y a la presidencia un carácter de autoridad tutelar muy particular. No todos los que han ocupado el cargo han sido capaces de entender la singularidad de una figura que testimonia la permanencia de rasgos teológicos en la política democrática, como si la elección directa por sufragio universal otorgara un aura trascendental a la máxima autoridad republicana. Georges Pompidou, François Mitterrand e, incluso, Jacques Chirac, a pesar de su talante campechano y cercano, supieron encontrar el tono. Valéry Giscard d’Estaing y Nicolas Sarkozy quisieron modernizar la institución y lo que hicieron fue banalizarla. Y ninguno de los dos consiguió ser reelegido. François Hollande ha sido devorado por la vorágine actual.

A la hora de la verdad, al llegar las presidenciales, el sistema de partidos ha estallado. Se ha puesto de manifiesto que tanto la derecha clásica -más fraccionada que nunca por la falta de una personalidad con liderazgo suficiente para encuadrarla- como el Partido Socialista -a la deriva, como toda la socialdemocracia- son incapaces de dar respuesta al malestar de las clases medias y populares. Y por primera vez podría ser que ninguno de los dos grandes bloques estuviera presente en la segunda vuelta de las elecciones.

 

2. ESPERPENTO.

Marine Le Pen lo ha conseguido. Su presión ha roto la derecha. Todo comenzó cuando Sarkozy, a mitad de su mandato, embarrancado en la crisis, comenzó a asumir parte de la agenda del Frente Nacional. Una sector del electorado reaccionó y Sarkozy perdió con Hollande, que hizo una campaña bajo la bandera de la justicia (que olvidó para siempre nada más llegar al poder). François Fillon ganó las primarias por sorpresa, y confirmó así que lo que va contra los que se presentan como representantes genuinos de los partidos de siempre juega con ventaja. Fillon se impuso con dos banderas: una imagen de intachable, de ‘Monsieur prope’, como dicen los franceses; y un discurso muy conservador, tradicionalista y católico, sólo explicable por el miedo de fugas de votantes hacia la extrema derecha.

La imagen de pulcritud cayó al primer ataque, al que Fillon respondió de la peor manera: negando los hechos, buscando inmunidad por su condición de candidato (como si el sufragio universal pudiera blanquear los delitos) y recurriendo a la teoría del complot. Hoy es un hombre quemado. Y en una carrera como la presidencial, un hándicap así es casi insuperable. Su negativa a renunciar ha fracturado definitivamente la derecha. Alain Juppé, el único de los republicanos que no ha caído en la tentación de la extrema derecha, no quiso meterse en un lío de esta envergadura a su edad y con su experiencia. Y se ha declarado incapaz de reunificar la derecha y el centro. Y más con Sarkozy enredando como de costumbre. Partida en trozos, la derecha, en un esfuerzo voluntarista, que no es más que una aceptación del fracaso, hace frente único alrededor de Fillon, aunque nadie se lo acabe de creer. Los sarkozistas ya han mercadeado futuros repartos de poder. Quedan seis semanas, no hay tiempo para inventos.

Quizás en Francia ha llegado la hora de que republicanos y socialistas, fracturados interiormente en bloques cada vez más irreconciliables, hagan una travesía del desierto para purgar su anquilosamiento, sus miserias y su incapacidad de ofrecer expectativas de futuro a la ciudadanía, de anticipar los problemas que vienen. Aunque esto signifique confiar el futuro próximo a un joven y ambicioso Emmanuel Macron, genuino representante del sistema, construido de antisistema modelo ‘bobo’ parisino, como diría un francés de provincias. Juppé, sin embargo, no se ha cortado en advertirlo: «Macron intenta encarnar la renovación pero su falta de madurez política impide cualquier ilusión».

Francia afronta unas presidenciales que debían relanzar el país y van camino del esperpento. Hasta el punto de que la misma solidez de la institución presidencial se pondrá a prueba. Fillon es un fantasma, Marine Le Pen una amenaza, la izquierda dividida no suma, Macron es una incógnita. Una vez más, Francia como síntoma: la política europea necesita una renovación profunda. Y, de momento, Francia anda a ciegas.

ARA